lunes, 17 de mayo de 2010

William Irish: Si muriera antes de despertar

La pequeña que tenía el pupitre delante del mío en el 5º A se llamaba Millie Adams. No recuerdo mucho acerca de ella, porque yo tenía nueve años en ese entonces; ahora voy a cumplir doce. Lo que recuerdo con toda claridad son aquellas sus golosinas y que, de pronto, no la volvimos a ver. Mis compañeros y yo acostumbrábamos molestarla mucho; más adelante, cuando ya fue tarde, deseé que no lo hubiéramos hecho. No era porque tuviéramos nada contra ella, sino porque era una chica. Usaba el cabello peinado en trenzas que le colgaban en la espalda; yo me divertía metiéndolas en mi tintero, o si no, pegándoselas con chicles. Purgué más de una penitencia por ese motivo.
La seguía a través del patio de la escuela, tirándole de las trenzas y gritando: ¡Ding, ding!, como si fueran campanas. En esas ocasiones, ella me decía:
—¡Te voy a acusar a un policía!
—¡Ajá! -le contestaba yo, para desarmarla–. Mi padre es detective de tercer grado.
—¡Bueno, entonces te acusaré a un detective de segundo grado; es más importante que uno de tercer grado!
Esa contestación me fastidió, así que por la tarde, cuando volví a casa le pregunté a mi padre lo que significaba. Mi padre miró un poco avergonzado a mi madre y fue ella la que me contestó.
—No muy superior; se necesita un poco más de experiencia, eso es todo. Tu padre llegará a ser uno de ellos, Tommy, cuando tenga cincuenta años.
Esto pareció mortificar a mi padre, pero no dijo nada.
—Yo seré detective cuando sea grande –dije.
—¡Dios no lo permita! –dijo mi madre. Me dio la impresión que más que hablar conmigo hablaba con mi padre–. Nunca a tiempo para las comidas; levantarse a mitad de la noche. Arriesgando la vida, y la mujer sin saber cuándo lo verá llegar en una camilla o... no lo verá nunca más. ¿Para qué? Por una pensión apenas suficiente para no morirse de hambre una vez que han dado toda su juventud y fortaleza y ya no les sirve más para nada.
A mí me pareció maravilloso. Mi padre sonrió.
—Mi padre fue detective, y yo recuerdo haber dicho las mismas cosas cuando tenía la edad de Tommy, y mi madre le contestaba como tú lo haces. No puedes disuadirlo, está en la sangre; será mejor que te acostumbres a la idea.
—¿Sí? Pues saldrá de la sangre, aunque tenga que usar la parte de atrás de un cepillo para disuadirlo.
A causa de que la molestábamos, Millie Adams adquirió la costumbre de tomar su lunch en la clase, en lugar de hacerlo en el patio. Un día, en el momento en que yo me disponía a salir de clase, Millie abrió la cajita en que llevaba su almuerzo, y yo alcancé a ver los caramelos verdes en el interior de la caja. No eran de los más baratos, sino de los que costaban un níquel cada uno, y los verdes son de limón, mis preferidos. Por ese motivo me quedé y traté de hacer las paces con ella.
—Seamos amigos –le dije–. ¿De dónde sacaste eso?
—Alguien me los dio –me contestó Millie–. Es un secreto –las chicas son siempre iguales; cada vez que uno les pregunta algo, ellas no pueden contestar, porque se trata de un secreto.
Por supuesto que yo no lo creí; Millie no tenía monedas para caramelos, y el señor Beiderman, propietario de la dulcería, no los fiaba nunca, y menos lo iba a hacer con caramelos de 5 centavos envueltos en papel encerado.
—¡Apuesto a que los robaste! –dije yo.
—¡No! –exclamó Millie, indignada–. ¡Te digo que me los dio un hombre! Es muy simpático; estaba en la esquina cuando yo venía esta mañana para la escuela. Me llamó y sacando unos caramelos de su bolsillo me dijo: "Oye, pequeña, ¿quieres un dulce?" Me dijo que yo era la chica más linda que había visto pasar esa mañana, mientras él estaba...
De pronto, Millie se cubrió la boca con la mano y exclamó:
—¡Oh! ¡Me olvidé! Él me advirtió que no se lo dijera a nadie; si no, no me daría más caramelos.
—Déjame probarlo –le dije yo–, y no se lo diré a nadie.
—¿Lo juras?
Yo hubiera jurado cualquier cosa, con tal de probar el caramelo; se me estaba haciendo agua la boca, así que juré y prometí..., y una vez que uno hace estas cosas, ya no las puede repetir a nadie, especialmente si se es hijo de un detective de tercer grado como mi padre. Yo no era como los demás compañeros, y no podía faltar a mi palabra, aunque ésta fuera dada a una chica tonta como Millie, so pena de ser un traidor. Mi padre siempre me decía esto, y él no decía más que la verdad.
Al día siguiente, cuando Millie abría su caja de mediodía, tenía un caramelo de naranja; también éstos son mis preferidos. Por supuesto que no me moví del lado de Millie, y compartimos el caramelo.
—¡Hum! –me dijo en un momento en que se sintió inclinada a hacer confidencias–. Es un hombre simpatiquísimo; tiene unos ojos enormes, y está siempre mirando en derredor. Mañana me va a dar un caramelo de canela.
—Apuesto a que se olvida –dije, pensando en que la canela constituye una de mis golosinas preferidas.
—Me dijo que, si se olvidaba, yo debía recordárselo; además puedo ir con él y tomar todos los que quiera. Tiene una gran casa en el bosque, llena de caramelos, pastillas de goma y tizas de colores..., y puedo traer todo lo que quiera.
—¿Y por qué no lo has hecho? –pregunté, pensando que ninguna chica en su sano juicio debía desperdiciar esa oportunidad, aunque sabía que estaba haciéndose la importante.
—Porque faltaba un minuto para las nueve, y la campana estaba sonando. ¿Quieres que pierda el premio de puntualidad? Pero mañana saldré más temprano de mi casa, y así tendré mucho tiempo.
Cuando salimos, a las tres de la tarde, tuve buen cuidado de mantenerme alejado de ella; no quería que mis compañeros pensaran que me estaba aficionando a las muñecas; pero Millie se me acercó justamente cuando yo empezaba a jugar a la pelota con Eddie Riley. Ya habríamos andado una manzana camino de nuestros hogares (éramos un grupo numeroso), cuando Millie me tiró de la manga.
—Mira –susurró–; ahí está el hombre que me da los caramelos. ¿Lo ves ahí debajo de ese toldo? ¿Me crees ahora?
Yo miré y no encontré nada maravilloso en lo que vi. Era un hombre que vestía un traje raído, y que tenía unos brazos tan largos que le llegaban a las rodillas; me hacía recordar los monos del zoo. La sombra azulada del toldo, medio le ocultaba la cara y los hombros, pero aquellos ojos saltones brillaban a través de la sombra. Con un cortaplumas se estaba escarbando un dedo, y miraba continuamente en derredor, como si no quisiera que nadie viera lo que estaba haciendo.
Yo me sentí avergonzado de que Eddie Riley me viera hablando con una chica; por lo demás Millie no tenía más caramelos. Así que le dije:
—¡Uf! ¿Y a quién le interesa? –rezongué–. ¡Eddie, tírame la pelota!
Por dos veces, Eddie no pudo atajar mis tiros, y en un momento en que él corría tras la pelota, yo aproveché para mirar en derredor; Millie y el hombre iban tomados de la mano caminando calle abajo. De repente, el hombre se separó, y caminó en dirección opuesta, como quien ha olvidado algo. En eso llegó el señor Murphy, el agente de tránsito, y se paró frente a la escuela, como lo hacía siempre a la hora en que salían los alumnos. Eso fue todo.
Al día siguiente, Millie perdió su premio de puntualidad, ya que no fue a la escuela en todo el día.
Dos días después, yo esperaba ansioso la llegada de Millie y toda la cantidad de caramelos que, según me había dicho, iba a compartir conmigo; pero el pupitre de Millie permaneció vacío.
El director de la escuela vino antes de las tres, acompañado de dos hombres vestidos de gris que parecían oficiales de policía. Pero aunque éstos se quedaron en el hall, nosotros estábamos asustados pensando que alguien se había quejado de que habíamos roto el vidrio de alguna ventana; pero no era eso ni nada por el estilo. El director quería saber si alguno de nosotros había visto a Millie Adams camino de la escuela dos días antes.
Una chica levantó la mano y dijo que ella había ido a buscar a Millie ese día, pero no la había encontrado; Millie había salido de su casa más temprano que nunca, a las ocho y cuarto.
Yo estuve a punto de decirles que Millie me había contado acerca de la casa del bosque llena de caramelos; pero recordé que había jurado y prometido y, además, que mi padre era un detective de tercer grado, así que me contuve. Por lo demás, todo eran embustes y lo único que conseguiría sería que me mandaran a un rincón.
Nunca más volvimos a ver a Millie. Un día, más o menos tres meses después de lo que acabo de relatar, vimos a miss Hammer, nuestra maestra, con los ojos enrojecidos como si hubiera llorado; eso fue en el momento en que sonaba la campana. Desde ese día, mi padre faltó, por así decirlo, de nuestro hogar durante una semana; una que otra vez venía a altas horas de la noche para afeitarse y tomar una ducha, y volvía a salir. En una ocasión oí, a través de una puerta, que mi padre hablaba y decía algo de un lunático escapado, pero yo no supe qué quería decir esa palabra; se me ocurrió que hablaba de algún animal, alguna clase de perro, tal vez.
—Si al menos tuviéramos una pista –decía mi padre–. ¡Alguna descripción, un rasgo..., una nada! Si no lo pescamos, volverá a suceder, siempre es lo mismo.
Saltando de la cama, me acerqué a mi padre y le dije:
—Si un tipo da su palabra de honor y el viejo..., el padre de ese tipo es un detective de tercer grado..., ¿quedaría mal si no cumple su promesa?
—Sí –me contestó mi padre–. Sólo los rufianes y los bandidos no cumplen sus promesas.
—¡Es suficiente con un policía en la familia! –exclamó mi madre–. ¡Basta! –yo salí a escape al ver que mi madre tomaba una zapatilla con mucha decisión.
Las contadas veces que esa semana mi padre venía a casa traía los diarios; pero cuando yo los buscaba al día siguiente, siempre les faltaba la primera página. Me daba la impresión de que en esas páginas había una fotografía que ellos no querían que yo viera. En realidad, lo único que a mí me interesaba era la página de los chistes. Pasada esa semana, los diarios volvieron a quedar intactos y mi padre empezó a venir puntualmente a la hora de las comidas.
Pasado un tiempo, los chicos de la escuela habíamos olvidado todo lo concerniente a Millie Adams.
Aprobé mis exámenes en el otoño y en la primavera, y también en el otoño y la primavera siguientes, aunque mis calificaciones no fueran muy altas y bastante bajas en conducta. A mi padre lo único que le interesaba era que adelantara en mis estudios y que no me aplazaran, así que cuando le mostraba mis calificaciones me acariciaba la cabeza y me decía:
—Está bien, Tommy, serás un buen detective; lo llevas en la sangre.
Claro que mi padre me decía estas cosas cuando mi madre no estaba cerca para poder oírnos.
¡Oh! Casi me olvido; mi padre ascendió a detective de segundo grado cuando tenía treinta y cinco años, y no cincuenta, como pronosticaba mi madre.
Recuerdo que mi progenitora se ruborizó cuando mi padre le dio la noticia.
Tuve suerte en 5º B, en 6º A y en 6º B, porque ninguna chica se sentó en el pupitre delante del mío. Pero en el 7º A vino una chica nueva, ya que pasaba de otra escuela; se llamaba Jeanie Myers. Siempre usaba una blusa blanca y el cabello era una mata de rulos castaños sujetos en la nuca.
Me gustó desde el principio, porque sacaba buenas notas, y además me resultaba muy útil, ya que me dejaba mirar por sobre su hombro, y así yo podía copiar las respuestas correctas; en general, las chicas son egoístas, pero ésta era como un buen compañero. Por ese motivo, cuando uno de mis amigos la empezó a molestar, le di un golpe en la nariz; desde entonces se portaron como es debido. Jeanie pensó que debía demostrarme su agradecimiento, y lo tuvo que hacer delante de los demás, cosa que no me gustó mucho.
—¡Tommy Lee, eres realmente maravilloso! –me dijo.
Aparte de que me dejaba copiar sus deberes, era tan tonta como las demás chicas que conociera; tenía algunas debilidades dignas de un bebé. Se volvía loca por las tizas de colores; siempre llevaba algunas consigo, y donde uno veía una pared o una verja marcada con rayas rosas o amarillas, podía tener la seguridad de que Jeanie Myers había pasado por allí. No podía resistir la tentación de marcar todo lo que encontraba a su alcance; parecía que era incapaz de ir a un lugar sin dejar un rastro de su paso, aunque fuera una raya en la acera. Nosotros, los muchachos, también usábamos tiza, pero de la común, blanca; por lo demás, la usábamos para algo útil, como por ejemplo el resultado de un partido de béisbol, o el lugar donde debíamos mantener a un prisionero. Nunca jamás para hacer rayas, como Jeanie, que la mitad del tiempo las hacía sin darse cuenta, cuando iba caminando.
Como Jeanie gastaba en tizas todo lo que le daban, y las de color costaban diez centavos la caja (a veces cometía la temeridad de comprarse hasta dos cajas por semana), me sorprendió verla un día, durante el recreo, desenvolviendo un caramelo de cinco centavos.
Era de color verde, que significaba limón; siendo uno de mis preferidos.
—Ayer tarde –le recriminé– no me quisiste prestar un centavo para caramelos, y ahora veo que te has comprado uno de cinco centavos. ¡Egoísta!
—¡No lo compré! –me contestó–. Un hombre me lo regaló cuando venía esta mañana para la escuela.
—¡Já! ¿Desde cuándo las personas mayores les regalan caramelos a los chicos? –le pregunté yo.
—¡Pues éste lo hizo! Tiene un almacén lleno de caramelos y todo lo que tengo que hacer es ir a buscarlos; no me cobrará nada.
Durante un momento, una sensación rara se apoderó de mí; me pareció que alguien a quien yo conocía obtenía también caramelos gratis. Traté en todas formas de recordar, pero fue inútil... No había sido la semana pasada, ni el mes pasado, ni tampoco el año anterior. En vista de este esfuerzo inútil, alejé el pensamiento de mi mente.
Después de saborearlo un rato, me dio la mitad. Jeanie era realmente muy simpática.
—No le repitas a nadie lo que te he dicho –me observó–; si no, los otros chicos van a querer caramelos también.
Al día siguiente, cuando estábamos en el recreo, Jeanie se acercó y me dijo en voz baja:
—Quédate un momento, después; tengo otro.
Mantuvo su caja tapada, hasta que los otros se fueron; entonces la destapó y me mostró uno de color naranja, que es también de mis preferidos. Una vez en clase me senté al lado de Jeanie, y así compartimos el delicioso manjar.
A ratos yo miraba el pizarrón, en el que no había nada escrito. A toda costa quería atrapar un recuerdo huidizo; era algo relativo a un caramelo de limón, seguido por otro de naranja. Tenía la impresión de haber vivido ya estos momentos. Jeanie se regocijaba:
—¡Cómo me estoy divirtiendo esta semana! Todos los días un caramelo gratis. No sé quién será este hombre, pero es muy simpático. ¿Qué clase de caramelo crees que me dará mañana? ¡Canela!
Sin saber qué me pasaba, yo no pensé más en caramelos, sino que trataba de recordar los nombres de razas de perros; en realidad, nada tenía que ver una cosa con la otra, pero así era. Hasta le pregunté a Jeanie que me dijera algunos nombres, pero ella me dio los que yo ya conocía: airedale, San Bernardo, collie... No, no se trataba de ésos.
—¿No hay una raza cuyo nombre termina en tico? –le pregunté.
—¿Dalmático? –me contestó Jeanie.
—No, tonta, ésos se llaman dálmatas –le contesté con aire de superioridad.
Yo tenía la impresión harto desagradable de que debía hablar con alguien, pero lo peor del caso era que no sabía con quién debía hablar ni qué debía decir. ¿Qué podía hacer yo? En eso sonó la campana de la una, y entonces fue demasiado tarde...
Esa noche tuve una horrible pesadilla; soñé con montones de diarios viejos que estaban tirados por el suelo en algún bosque. A todos les faltaba la primera página. Cuando yo trataba de tomarlos, el brazo de un muerto aparecía por una grieta en la tierra, sosteniendo en la mano un caramelo de canela. ¡Qué susto me llevé! En un momento que pude despertar, me tapé hasta la cabeza.
Al día siguiente, mi madre tuvo que despertarme tres veces, tal era el sueño que yo tenía. Llegué a la escuela justo a tiempo, y cuando me senté la campana terminaba de sonar. La vieja Flagg me miró en forma desagradable, pero no pudo hacer nada.
Cuando recobré el aliento vi delante de mí a Eddie Riley, dos asientos más lejos. El pupitre de Jeanie estaba vacío; aquello me pareció muy raro, ya que nunca había llegado tarde antes.
Flagg me llamó enseguida al frente, y estuve muy ocupado pensando en dónde estaba el ángulo recto de algún maldito objeto. Después de las diez llegó Jeanie acompañada de otra chica que se llamaba Emma Dolan.
Cuando terminó el turno, Flagg dijo:
—Jeanie, esta tarde se quedará castigada por haber llegado tarde; en cuanto a Emma, se lo dejaré pasar por esta vez, ya que sé que tiene a su madre enferma, y usted tiene que ayudar en la casa.
Era la primera vez que Jeanie quedaba castigada y yo la compadecí mucho.
Al mediodía, Jeanie sacó de su caja un caramelo rojo de canela; estaba furiosa.
—¡Tendría un millón de caramelos como éste, si no hubiera tropezado con esa tonta de Emma! –se lamentó Jeanie–. Íbamos al lugar donde él guardaba los caramelos, y tuvo que llegar Emma y echar a perder todo. ¡Cuando él la vio se fue y me dejó sola! Y esta tarde no podré ir, ya que tengo que quedarme castigada.
Como al día siguiente teníamos exámenes, y las respuestas de Jeanie me venían muy bien, yo traté de ser lo más simpático posible con Jeanie, así que le dije para conformarla.
—Te esperaré afuera, Jeanie.
A las tres sonó la campana, y todos los chicos se fueron, menos Jeanie.
Yo me quedé jugando a la pelota solo; la pateaba, la lanzaba al aire y trataba de alcanzarla cuando caía. Hasta que corriendo tras la pelota me alejé más de dos manzanas de la escuela sin darme cuenta. De pronto, la pelota fue a detenerse en los pies de una persona que estaba parada bajo un toldo en la acera.
Me agaché a recogerla, y al levantarme vi que se trataba de un hombre; estaba de pie casi inmóvil, bajo las sombras azules del toldo. Los ojos eran grandes y escrutadores, y los brazos parecían los de un chimpancé, de los que yo había visto en el zoo. No pude darme cuenta qué significaba el movimiento que hacía con los dedos; los abría y los cerraba como si quisiera agarrar algo que se le escapaba.
Apenas si me miró; tal vez los chicos de mi edad no le interesaban. Yo lo miré durante un momento y me pareció haberlo visto antes, en algún lugar; sobre todo esos ojos saltones. Me volví con mi pelota, y él se quedó inmóvil; sólo los dedos estaban en actividad, tal como ya les he dicho.
Tiré la pelota muy alto, y de pronto junto con ella, pareció caerme del cielo un nombre: ¡Millie Adams! Ahora recordaba dónde había visto esos ojos saltones, y quién había compartido los caramelos verdes y naranjas. Él se los daba, y de resultas de estos regalos... Millie no volvió más a la escuela. Ya sabía lo que tenía que decirle a Jeanie; que no se acercara a ese hombre, porque si lo hacía algo le iba a pasar. No sabía qué, pero algo malo era.
Me asusté tanto, que dejé de jugar a la pelota, corrí hacia la escuela y entré; esto nos estaba prohibido fuera de las horas de clase. Empinándome, miré por una ventana.
Jeanie estaba en su pupitre haciendo los deberes, y miss Flagg estaba al frente haciendo algunas correcciones. Sin saber qué hacer, di unos golpecitos en el vidrio para llamar la atención de Jeanie; ésta me vio, pero también miss Flagg, que me hizo entrar en la clase.
—Bien, Tom –me dijo, agria como el limón–, ya que parece que se siente incapaz de alejarse de la clase, será mejor que se siente y se ponga a estudiar. No, ahí no. Al otro lado de la clase, no se ponga tan cerca de Jeanie.
Pasados unos minutos, para que las cosas fueran peor de lo que estaban, miss Flagg dijo:
—Ya puede irse, Jeanie, es suficiente el tiempo que se ha quedado. Trate de ser puntual mañana –cuando vio que yo también me disponía a salir me dijo–: ¡Usted no, jovencito! ¡Quédese donde está!
No pudiendo contenerme más, le grité:
—¡No! ¡No la deje salir, miss Flagg! ¡Oblíguela a quedarse! ¡No la deje! ¡Irá a buscar caramelos y...!
Miss Flagg se enfureció, y golpeando su pupitre me espetó:
—¡Basta! ¡No quiero oír una palabra más! ¡Por cada vez que abra la boca tendrá media hora de castigo!
Jeanie recogió sus libros y yo hice otra intentona.
—¡Jeanie! –le grité–. ¡No salgas! ¡Espérame en el patio!
Ante esta desobediencia, miss Flagg se levantó y acercándose a mí me amenazó:
—¿Quiere que mande llamar al director? ¡Lo mandaré a 6º B si lo vuelvo a oír! ¡Haré que lo echen del colegio por insubordinado! –jamás la había visto tan enojada.
Lo peor era que Jeanie también estaba enojada, y... conmigo.
—¡Traidor! ¡Cuentista! –me dijo por lo bajo, y salió, cerrando la puerta. La volví a ver cuando pasaba frente a la ventana.
Traté en todas formas de hablar con miss Flagg, pero no me dejó. De todas maneras, yo estaba tan excitado que no podía decir nada comprensible.
—Jeanie irá a buscar caramelos y no volverá más..., y las páginas de los diarios, las primeras quiero decir, las suprimirán... –yo estaba llorando, así que difícilmente se podía entender lo que decía. Miss Flagg estaba escribiendo una nota de queja a mi padre.
—¡Igual que Millie Adams, y usted tendrá la culpa...!
Miss Flagg no estaba en la escuela cuando sucedió lo de Millie, así que menos podía entender lo que quería decirle. El resultado de esta escena fue que miss Flagg siguió añadiendo medias horas de castigo, que tuve que cumplir quedándome durante toda esa semana hasta las seis de la tarde. Además, me suspendieron, tuve que ir un día con mi padre..., y un millón de cosas más. Estaba vencido y lo sabía; me quedaba sentado hasta que el sol desaparecía y el patio se cubría de sombras. Entonces era cuando miss Flagg encendía la luz, pero no me dejaba salir ni un minuto antes de las seis.
Cuando salía, las calles estaban oscuras y desiertas; sólo un arco de neón en la esquina. Durante las horas de sol, en esa misma esquina había un toldo extendido de color azul; pero durante mis días de castigo el toldo estaba recogido, y ningún hombre estaba parado mirando en derredor con ojos saltones. Siempre sentía algo raro en la espalda cuando pasaba por ese lugar.
Un día, en lugar de irme a casa fui primero a la de Jeanie; antes de entrar, miré por las ventanas para ver si la divisaba. El interior estaba iluminado y vi a la madre de Jeanie y a la hermana menor. La señora miraba continuamente por la ventana y así fue como me vio.
—Tommy, ¿has visto a Jeanie? Es muy tarde para que esté fuera de casa; creo que ha ido a casa de Emma. Si la ves, ¿quieres decirle que venga enseguida? Son las seis pasadas, y no me gusta que se quede tan tarde...
Yo me sentí enfermo, pero no me atreví a confesarle mis temores. Le contesté en forma indiferente:
—Sí, señora –y salí corriendo como alma que lleva el diablo.
Emma vivía muy lejos; pero tenía que ir, aunque fuera para convencerme de una cosa que ya sabía. Jeanie no estaba en esa casa. Emma en persona salió masticando pan, y me dijo que Jeanie no iba nunca a su casa. Si al menos la familia de Emma hubiera tenido teléfono, me habría ahorrado el viaje. No me quedaba otro remedio que irme a casa.
En realidad, tenía miedo de llegar, ya eran las siete pasadas. Mi padre había llegado, la cena estaba lista. Me pareció que mis padres, además de disgustados conmigo, estaban algo asustados.
No pude sacarles una sola palabra acerca de Jeanie. En cuanto abrí la boca para hablar del castigo, que sólo era la primera parte de lo que quería decir, mi padre se enojó conmigo y me envió a mi cuarto. Yo insistí, pero en eso vio la nota de miss Flagg, y aquello fue el acabose. Formó un alboroto, y me encerró con llave por el lado de afuera.
Yo era el único que sabía algo; pero nadie me escuchaba ni me creía, ni siquiera quería ayudarme. No podía contar con miss Flagg, o con la madre de Jeanie ni mucho menos con mi padre, al que yo consideraba un hombre normal. Ahora ya sería tarde; me senté al borde de la cama, sujetándome la cabeza con las manos.
Oí la campanilla del teléfono, y después de un momento la voz de mi madre que decía:
—¡No, no, Tom! ¡No puede ser...! –dijo con voz aterrorizada.
—¿Y qué otra cosa puede ser? El jefe dice que encontraron sus libros tirados en un paraje. Te dije que volvería a suceder si no lo pescábamos..., la primera vez.
¡Yo sabía que hablaban de Jeanie!
Me acerqué a la puerta y empecé a golpear y a gritar.
—¡Papá! ¡Déjame salir un minuto! ¡Yo te puedo describir a ese hombre! ¡Lo he visto con mis propios ojos! –pero la puerta de calle se cerró antes de que terminara de explicar lo que sabía; me supuse que mi madre también se había ido para consolar a la señora Myers. Seguí golpeando, aunque sabía que en la casa no había nadie más que yo.
Sin saber qué hacer, me volví a sentar al borde de la cama, con la cabeza entre las manos, pensando en qué forma iban a pescar al hombre si no lo habían visto en su vida. ¡Yo lo conocía y no me querían dar la oportunidad de decirlo! ¡Tenía que quedarme encerrado, yo, el único que sabía cómo eran las cosas!
El pensar en Jeanie me dio miedo, a pesar de estar en mi propia casa. Trataba de imaginarme qué le podría hacer a Jeanie un hombre como ése; algo terrible, con toda seguridad; si no, no hubieran llamado a mi padre después de terminar su tarea diaria.
Me levanté y, con las manos en los bolsillos, fui a mirar por la ventana. ¡Qué oscuro estaba todo! La calle solitaria, apenas iluminada por un farol en la esquina. Otra vez pensé en Jeanie, sin tener a nadie junto a ella para que la ayudara. Sin darme cuenta de lo que hacía saqué una cantidad de objetos de los bolsillos: bolitas, clavos, fósforos..., y un trozo de tiza...
Permanecí mirando la tiza y recordando cómo Jeanie siempre...
Levanté la hoja de la ventana, y pasando una pierna por el alféizar empecé a apoyarme en la cañería. Vivíamos en el segundo piso de una casa de departamentos. Tal vez una persona mayor hubiera tenido mucho trabajo para bajar, pero yo con mi poco peso y la ayuda de una enredadera, me deslicé sin mayor dificultad.
Una vez en la calle, salí corriendo, por las dudas de que llegara mi madre; no tenía temor de encontrarme con mi padre, ya que cuando lo llamaban por la noche, pasaban días antes de que volviera a aparecer por casa. Una vez que me alejé del camino que seguía Jeanie, se me acabó la preocupación de que me pudiera encontrar con algún conocido.
Recorrí el camino que hacía todas las mañanas para ir a la escuela, aunque, claro, nunca lo había hecho de noche. Pero no llegué hasta el edificio, sino que me detuve dos manzanas antes, en el lugar del toldo. Todo era diferente a esa hora, las casas me parecían negras y no se veía ningún chico..., sólo yo.
Empecé a reflexionar y me dije: "Jeanie compró una caja de tizas anteayer; lo sé porque vi un trozo entero cuando salimos a las tres". Pero aquello no servía, ya que las gastaba muy de prisa. ¿Y si hoy no le hubiera quedado nada?
Doblé por la esquina del toldo, mirando las paredes; no se veía ninguna marca, pero eran más bien vidrieras y puertas, así que no constituían lugar propicio para marcarlas con tiza. Anduve por toda la manzana sin encontrar marcas, hasta que al fin me dije: "Tal vez fuera por el centro de la calle, y mal podía dejar marcas en el aire".
Al llegar a la esquina estaba por volverme, cuando vi una boca de riego que tenía una marca de tiza color rosa alrededor. ¡Eso quería decir que Jeanie había pasado por ese lugar en algún momento de ese mismo día, ya que su casa quedaba en sentido opuesto!
Me puse contento. ¡Ya sabía que iba a dar resultado el buscarla de aquella manera! "¡Apuesto a que la voy a encontrar!" Por un momento, hasta me olvidé de que estaba asustado. Lo que estaba haciendo se parecía a nuestros juegos de niños de guardias y ladrones. Seguí caminando por la otra cuadra y en ésa también había muchas vidrieras; pero encontré un tacho de desperdicios, olvidado seguramente, que también tenía una raya de tiza de color rosa alrededor.
En la cuadra siguiente no había nada, a pesar de que había lugares muy a propósito para garabatearlos; Jeanie no había pasado por ese lugar, así que decidí cruzar a la otra acera. Allí, en un poste de alumbrado, había una marca casi invisible. Ya no me cabía duda de que la suerte me acompañaba.
Caminé unas cuantas cuadras, siempre encontrando alguna marca; hasta que, de pronto, desaparecieron. Busqué y rebusqué, pero no, no había más. ¿Se le habría terminado la tiza? ¿O él la había visto y se la había quitado? No, Jeanie no se separaría jamás de semejante tesoro y, además, ésa era la avenida Allen, muy concurrida durante el día. El hombre no se iba a arriesgar a ser grosero con ella delante de otras personas.
Empecé a caminar hacia la izquierda; sé que a la izquierda está el corazón, y seguí en esa dirección. Era que había lugares muy adecuados para garabatearlos; las casas estaban viejas y descuidadas, pero las marcas de tiza eran maravillosas. Había demasiada tiza, eso era lo malo. Todas las paredes estaban garabateadas y en algunas estaban escritas las palabras que, cuando uno las dice, le lavan la boca con jabón. Pero era tiza blanca, no era la tiza de Jeanie. De pronto, volví a encontrar su rastro; era una raya que sólo se interrumpía cuando había una puerta o una ventana. Era tiza amarilla. Seguramente se le habría acabado la tiza roja, y había empezado con la amarilla.
Era tan difícil de seguir que empecé a correr en lugar de caminar. Mejor no lo hubiera hecho; de pronto, en mi loca carrera, llegué a un pequeño paraje donde había varios hombres. Un auto estaba estacionado en la esquina, con los faros encendidos. Pero lo que más me asustó fue que uno de esos hombres era mi padre, y estaba parado en medio de los otros. ¡Qué salto di hacia atrás! Felizmente, estaba de espaldas a mí, así que no me vio. Oí que decía:
—... por alguno de estos lugares. Cuanto antes empecemos a registrar las casas, mejor será.
Uno de los hombres tenía un libro de los que usamos en el colegio, con el nombre escrito en la parte interior de la tapa. Me pareció que era un libro de aritmética.
Me escondí del otro lado del auto, tratando de evitar las luces; la raya de tiza amarilla seguía sin interrumpirse.
Me moría de ganas de encararme con mi padre y decirle: "Papá, no tienes más que seguir esa raya y encontrarás a Jeanie".
Pero no tuve valor, si me llegaba a ver en la calle a esas horas y especialmente después de haberme dejado encerrado, era capaz de darme una paliza delante de todos esos hombres. Así que no tuve más remedio que seguir solo, en la oscuridad de aquel paraje, tras la línea amarilla, y deseando fervientemente que mi padre no se enterara jamás de que yo había pasado por aquel lugar.
No me explicaba por qué Jeanie había tirado los libros; no era tan tonta como para hacer semejante cosa con algo que era propiedad de la escuela, y la prueba de que nada le había pasado era que la raya de tiza continuaba como si tal cosa. La única explicación que encontraba al asunto de los libros abandonados era que tal vez el hombre se ofreció para llevárselos para que Jeanie no se cansara, y en un momento en que ella se distrajo, él los había tirado, pensando que la chica no los necesitaría más. O también podía ser que el hombre le dijera que, como iban a volver pronto, los dejarían allí para recogerlos después.
Pero caminaron mucho, y yo me convencí de que Jeanie jamás se dio cuenta de que sus libros habían quedado abandonados. De pronto, las casas fueron espaciándose hasta que no había más que terrenos baldíos; tampoco había lugares propicios para marcarlos con tiza. Había llegado al límite de la ciudad; el camino seguía, pero ya no había aceras.
Nunca había estado antes por aquellos andurriales, y estaba bastante asustado. La última casa que pasé tenía una marca de tiza, la continuación de la línea debió quedar en el aire, así que me propuse seguir esa línea imaginaria; las perspectivas no me halagaban, ya que el camino era malo y lleno de piedras, además, tenía que arreglármelas para esquivar los contados autos que pasaban.
Algo más lejos (a mí me pareció como a una milla) vi una empalizada de madera; cuando llegué, y tardé bastante tiempo en llegar, me alegré de haberlo hecho. Los soportes de la empalizada, que eran más o menos de mi altura, estaban marcados con tiza amarilla. Hasta esta distancia, Jeanie había permanecido fiel a su costumbre; en horas de la tarde, este lugar debía ser muy solitario; ahora era terrible. Ese camino desierto, con la negrura del campo a los costados, y los altos pastizales susurrando agitados por el viento. Había postes de alumbrado, pero estaban muy lejos uno del otro, así que los trechos oscuros me resultaban muy largos. Todos los postes estaban señalados, lo que quería decir que él tuvo miedo de pedir a alguien que los llevara.
Miré por sobre mi hombro, y las luces de la ciudad eran apenas un resplandor que se reflejaba en el cielo. ¡Qué deseos tenía de volverme! Pero seguía pensando: "No querría estar en los zapatos de Jeanie". Y siendo yo el único que sabía dónde estaba la pobre, ¿cómo me iba a volver atrás? Así que continué en la brecha.
Algo peor me esperaba más adelante; algo en que no quería ni pensar. ¡Los bosques! Eso era lo más negro de todo lo negro que se me iba acercando poco a poco. Era como una gran muralla, que a medida que yo me aproximaba se iba haciendo más alta. ¡Los bosques! Al fin me cercaron y me rodearon como apretándome. Di una última mirada al lugar donde estaría mi padre, y respirando hondo, penetré en los bosques. El camino seguía por el centro y, con las luces, aquella aventura no me resultó tan terrible, después de todo; eso sí, tuve buen cuidado de no mirar más que adelante. Quizá viera algo que no quería ver. En realidad, tenía tanto miedo que lo único que me sentía capaz de hacer era seguir adelante.
Había una marca de tiza en el siguiente poste de alumbrado; en el próximo no... En algún lugar por allí acerca se habían desviado de su ruta. Yo pensaba: "¿Tendré que internarme entre esos árboles? ¿Y si hay alguien detrás de alguno de ellos, y me salta encima?" Más que asustado me sentía aterrorizado; me parecía que iba a morir sin remedio si me internaba entre esos árboles. Si al menos Eddie Riley estuviera conmigo; pero estaba tan solo...
Probablemente hubiera estado toda la noche tratando de tomar una determinación, pero algo la tomó por mí. De pronto oí un ruido áspero entre los árboles y vi los faros de un auto que venía por el camino. Antes de darme cuenta de nada, salté hacia un lado para que no me atropellara; me pareció que iba a una velocidad fantástica.
El crujido de los frenos me indicó que el auto se había detenido en algún lugar del camino; escondiéndome detrás de un árbol, oí la voz de una mujer que decía:
—¡Te digo que no era un animal! ¡Le vi la cara! ¿Qué andará haciendo una criatura sola de noche por estos lugares? A ver si lo encuentras, Frank.
La puerta del auto se abrió y un hombre vino hacia mí, llamándome.
—¡Ven, pequeño; no te vamos a hacer nada! ¡Ven!
Yo deseaba ardientemente correr hacia ese hombre y decirle: "¡Por favor, señor, lléveme con usted!" Pero yo debía pensar en Jeanie y no en otra cosa.
Cuando se acercó más, di media vuelta y salí corriendo de miedo a que me fuera a atrapar y me impidiera encontrar a Jeanie; así fue como me interné en el bosque. Una vez que me alejé un poco, me detuve conteniendo la respiración, no fuera cosa que me oyera. El auto reanudó la marcha y alcancé a divisar entre los árboles la luz roja de su parte trasera.
Cuando uno está en el interior de un bosque, los árboles no son tan tupidos como parecen vistos desde afuera; mi situación era bastante desagradable, pero no tan mala como si estuviera en una jungla o algo por el estilo, como uno lee en los libros. Unos minutos después sucedió algo raro; las copas de los árboles se pusieron rojas, como si se estuvieran incendiando. Poco a poco, ese color rojo fue descendiendo. Al rato, el color se transformó en blanco; entonces me di cuenta de que era la luz de la luna llena. Por un lado, yo estaba mejor que antes, ya que podía ver bien por dónde caminaba; pero, por otro, estaba peor, ya que veía una cantidad de sombras raras que antes no veía, cuando me rodeaba la negrura. Ahora veía demasiado...
Penetré en el bosque sabiendo que no volvería a ver el camino, pero estaba demasiado asustado para preocuparme de ello. De vez en cuando me parecía ver algo, y salía corriendo... en dirección contraria. En una de esas corridas tropecé con una cosa que brillaba a la luz de la luna; lo que vi apresuró los latidos de mi corazón.
Tirada en el suelo, estaba la caja en que Jeanie llevaba su almuerzo a la escuela. Seguramente, pensó traerla llena de caramelos. En ese momento, tuve la certeza de que Jeanie, al llegar a ese lugar, no siguió caminando por su propia voluntad. Seguramente, el hombre le estuvo hablando todo el camino para entretenerla y para que no se diera cuenta de que se iban internado en el bosque y cada vez más lejos. Pero aquí era donde Jeanie había notado que algo andaba mal. Además de la caja, encontré otras cosas; me costó un poco de trabajo, pero encontré dos pedazos de tiza que alguien había pisado y estaban rotos; también encontré la cinta que Jeanie llevaba atada a la cintura; el lazo estaba roto, como si se le hubiera enganchado al querer escapar. "¡Oh, Jeanie!", pensé yo. "¿Te habrá matado?" Un poco más adelante de la negrura en que me encontraba, descubrí un sitio iluminado por la luz lunar; corrí hacia él, apretando en mis manos los efectos de Jeanie. Cuando llegué, supe que ése era el lugar. No veía nada ni oía nada que me lo indicara, pero lo supe, parecía que ese sitio me estuviera esperando. Era un lugar más espacioso que el anterior y en el centro había una casa vieja en estado de abandono; las ventanas no tenían vidrios y parecía deshabitada desde mucho tiempo atrás. Quizás alguna vez fuera una granja; había árboles grandes en la parte posterior, y por delante la ocultaban árboles pequeños. A la luz de la luna, el viejo edificio parecía decirme: "Ven, pequeño, acércate", para poder devorarme luego.
Di un rodeo, evitando los árboles; ojos misteriosos parecían mirarme desde las negras bocas de las ventanas, esperando que me acercara. Al fin me decidí y me acerqué al lugar en que la casa proyectaba su sombra; allí no me podía traicionar la luz de la luna. Me acerqué a una de las ventanas para escuchar; no podía oír nada a causa de los latidos de mi corazón. Lo más bajo posible susurré:
—¿Estás aquí, Jeanie?
Casi me caí muerto después de hablar, pero no oí nada. No me atrevía a ir a la puerta principal, porque la luz de la luna daba de lleno en ese lugar; por lo demás, el porche estaba oscuro como boca de lobo. Sin pensarlo más, me subí a una ventana, tratando de no hacer ruido; en realidad, soy muy bueno en materia de escalar paredes. Una vez adentro, no pude ver absolutamente nada. El edificio me parecía seguir en actitud de espera; pero nada se movió ni hizo ruido alguno. A horcajadas en la ventana, tiré unas piedritas para ver qué pasaba, pero al no suceder nada, me decidí a entrar en aquella pieza o lo que fuera.
Esperé que unas manos me atraparan, pero no pasó nada; poco a poco vi que la luz de la luna iluminaba el frente de la casa, y ella me sirvió de guía. Pasé por un hueco en el que alguna vez hubo una puerta y me encontré en una especie de hall muy iluminado por la abertura de la puerta y por la claraboya que había en el techo; a un costado vi una desvencijada escalera que se perdía en la oscuridad.
Puse la mano en el pilar del pasamanos, armándome de valor; subí despacio, deteniéndome en cada escalón. Estos crujían y en un momento dado me pareció que la maldita casa se venía abajo, pero no pasó nada, ni nadie apareció; yo estaba con la lengua afuera del susto. La casa seguía a la expectativa.
Cuando llegué arriba, encontré a un lado una puerta cerrada; al menos había una puerta; la fui empujando para abrirla. Yo me decía que si alguien estaba detrás de ella, ya me habría oído hacía rato. Estas reflexiones las hacía para conformarme. (Ojalá no hubiera nadie.) Y al fin miré al interior por la abertura.
La pieza debía estar iluminada por la luz de la luna, pero tenía las persianas bajadas sobre las ventanas y sin vidrios. Unos rayitos de luz penetraban por las persianas. Me atreví a susurrar:
—¿Estás ahí, Jeanie? –esta pregunta la hice una vez en cada pieza; en la última, alguien tosió en respuesta a mi pregunta. Me tapé la boca con la mano para no gritar. Transpiraba como si fuera verano, a pesar de estar en pleno invierno. De pronto, me quedé helado, al volver a oír la tos. Parecía la tos de una criatura, y reuniendo el poco valor que me quedaba me apoyé en la puerta para reprimir el deseo de correr escaleras abajo. Pensándolo bien, me parecía más bien un pedido de socorro.
En el suelo había un montón de desperdicios, o lo que fuera; volví a llamar un poco más fuerte: –¡Jeanie! –en el colmo de mi desesperación, los bultos o lo que fuera, que había en el suelo, empezaron a moverse. Me parecía que de ese promontorio salían ratas... o víboras. Me sujeté firmemente de la puerta para no caer redondo al suelo.
Lo que salió de ese promontorio fueron dos pies; dos pies pequeños. Uno era negro, porque tenía una media puesta; el otro era blanco y estaba sin media. El miedo se me pasó repentinamente, porque sabía. Aun en la semioscuridad podía ver la blusa; el motivo por el cual tosió era que tenía una mordaza.
Corrí un buen riesgo y encendí un fósforo; podría haber subido las persianas, pero eso me iba a llevar más tiempo. La luz del fósforo nos indicó que no había nadie más que nosotros en la habitación. Los ojos de Jeanie brillaban, pero estaban ojerosos de tanto llorar. Observé el nudo de la mordaza y después apagué el fósforo; necesitaba las dos manos para deshacer el nudo.
Me fue bastante bien, ya que soy diestro en esta clase de cosas. Jeanie tenía las manos atadas a la espalda y los pies sujetos en forma muy apretada; las manos me resultaban algo pequeñas para esta faena. Me pareció que pasaban siglos mientras terminaba; a cada momento tenía el presentimiento de que unas manos se posesionaban de mi cuello.
Pasándole el brazo por la espalda, la ayudé a sentarse; Jeanie lloró un poco más, tal vez porque ya había adquirido la costumbre.
—¿Hacia dónde se fue? –le pregunté.
Entre sollozo y sollozo salió un hilito de voz.
—N-o... sé –me contestó al fin Jeanie.
—¿Hace mucho que no lo ves?
—Desde que apareció la l-u-n-a.
—¿Salió de la casa?
—Me pareció oír sus pasos afuera.
—Tal vez se ha ido para siempre –dije esperanzado.
—No... Dijo que iba a cavar un pozo y... que volvería después... para...
—¿Para qué?
—Para matarme con ese cuchillo; me arrancó un pelo y delante de mí probó en él el cuchillo, para ver si estaba bien afilado.
Los dos miramos a nuestro alrededor poseídos de un terror inimaginable.
—Salgamos de aquí. ¿Puedes caminar? –dije de pronto.
—Tengo las piernas dormidas –dijo Jeanie.
Al ponerse de pie, una de sus piernas se le dobló y yo la sujeté para que no cayera.
—Apóyate en mí –le aconsejé.
Salimos de la pieza y después bajamos la escalera, llegando al hall iluminado por la luna. ¡Si alcanzáramos a salir!
Caminamos lo más silenciosamente posible, y la circulación en las piernas de Jeanie se iba restableciendo poco a poco, así que nuestro avance era cada vez más fácil.
—No hagas ruido, puede estar esperándonos –le advertí.
De pronto, sucedió lo que me temía. Un estruendo que pareció el disparo de un revólver nos dejó paralizados. La tabla en que estábamos parados se dobló quebrándose en dos. Lo peor de todo fue que uno de mis pies quedó aprisionado y no lo podía sacar.
Trabajamos como si fuéramos un regimiento, Jeanie y yo, para sacar mi pie del cepo en que había quedado atrapado; lo tenía encajado de tal forma que ni siquiera podía sacarlo quitándome el zapato.
Al final renunciamos y nos sentamos en el penúltimo escalón, resignándonos a nuestra suerte... y a esperar.
—Jeanie, vete –le decía yo–. Vete mientras puedas, y sigue el camino a la luz de la luna...
Jeanie se me pegaba como si fuera de engrudo, y me decía:
—¡No, no! No me voy sin ti. Si tienes que quedarte yo me quedaré también. No sería justo.
Estuvimos un rato sin cambiar una palabra, escuchando..., escuchando con toda atención. De vez en cuando, tratábamos de animarnos diciendo cosas que sabíamos no eran ciertas.
—Tal vez no vuelva hasta que sea de día y para entonces alguien nos habrá encontrado.
—¿Pero quién iba a venir a una casa abandonada en medio del bosque?
Él era el único que conocía la existencia de aquella casa.
—Tal vez no vuelva más.
Pero si no pensaba volver, no se habría tomado el trabajo de atarla de esa manera; los dos sabíamos esas cosas.
—¿Por qué crees que lo hizo? Yo nunca le hice nada malo –me dijo Jeanie una vez.
Yo recordé algo que había oído decir a mi padre en ocasión de la desaparición de Millie Adams.
—Es un camótico escapado o algo por el estilo.
—¿Te hicieron algo a ti? –preguntó Jeanie.
Yo sólo sabía que mucho tiempo después la habían encontrado en el bosque bajo unos diarios viejos. Pero eso no se lo podía contar a una chica como Jeanie.
—Me parece que en la escuela te van a embromar mucho después –le dije en son de broma.
—Él no hacía más que beber de una botella y cantar en forma desafinada; después me mostró qué afilado estaba el cuchillo, y para eso me cortó uno de mis rizos, y se lo envolvió en un dedo.
Oímos pasos sobre el pedregullo fuera de la casa, y nos abrazamos tan fuerte que parecíamos una sola persona.
—¡Rápido, corre! –le dije al oído.
Jeanie estaba tan asustada que no pudo hablar; solamente sacudió la cabeza.
Pasó un momento en el que todo fue silencio, y nos hablamos en voz baja.
—Tal vez fue algo que cayó de los árboles.
—A lo mejor se queda afuera...
Los dos vimos la sombra al mismo tiempo; la luz de la luna le daba de lleno, y parecía que estaba parado en la puerta del frente, escuchando. Al principio no se movió; yo veía con toda claridad sus hombros y su cabeza.
Nos apretamos contra la pared, tratando de permanecer a la sombra; pero mi pie no salía de su fastidiosa posición, y la blusa de Jeannie era muy blanca.
La sombra empezó a moverse y a acercarse, se iba agrandando como una mancha de tinta sobre el papel secante. Al fin me pareció muy larga, como si usara zancos. Ahora estaba en el hall; él, no su sombra.
—Esconde la cara en mi hombro, no lo mires, así tal vez no nos vea –le dije con la boca pegada a la oreja. Yo miraba a través del cabello de Jeanie.
El piso crujió un poco, lo que me dio a entender que el hombre empezaba a caminar..., y tal vez a subir la escalera. Parecía un gato, tan furtivos eran sus movimientos. No nos había visto todavía, ya que venía de la claridad de la luna. Paso a paso se iba aproximando a nosotros. Jeanie quiso volver la cabeza, pero yo se la sujeté.
De pronto, el hombre se detuvo, y quedó inmóvil. Seguramente, había visto la blusa de Jeanie. Oímos un chasquido y una luz amarillenta nos iluminó; no era muy brillante, pero sí lo suficiente para vernos.
Yo tenía razón, era el hombre que se paraba bajo el toldo. ¿Pero de qué me servía eso ahora? ¡Esos largos brazos, los ojos saltones!
El tipo sonrió, y dijo:
—¿Así que mientras me alejé vino un muchachito? ¡Y no pudieron escapar...! ¡Ja, ja! –el individuo subió otro escalón–. No me gustan los pequeños, pero ya que se tomó el trabajo de venir, tendré que hacer la fosa un poco más grande.
Yo quise sacar el pie de su incómoda posición y al mismo tiempo alejarme lo más posible de aquel monstruo. Jeanie parecía un ovillo a mi lado. Haciendo un esfuerzo, encontré voz para hablar.
—Váyase, déjenos solos! ¡Salga!
El hombre se acercó más, y ya se inclinaba sobre nosotros cuando yo grité:
—¡Papá! ¡Ven pronto! ¡Papá!
—¡Sí, llama a tu papito! –dijo alargando uno de esos largos brazos, como para tirar de la blusa de Jeanie–. Llama a tu papito. Te encontrará cortado en pedazos; le mandaré por correo un trozo de oreja tuya.
Yo ya no sabía lo que hacía. Empecé a golpear al hombre con la pierna que tenía libre, mientras sostenía a Jeanie en los brazos. Mi pie lo alcanzó en el estómago en forma inesperada para él; lanzó una exclamación: –¡Uf!
El match continuó; la escalera crujía, produciendo ruidos como fuegos artificiales o una andanada de cañones. En esto resbaló y cayó rodando por la escalera, levantando una nube de polvo. Cuando por fin pude ver algo, observé que a la escalera le faltaba un buen trecho, aunque no muy grande como para no poder saltarlo; la baranda estaba colgando, y lo mejor de todo era que mi pie estaba libre al fin.
El hombre yacía al pie de lo que fuera una escalera, pero no parecía muy mal herido, ya que estaba tratando de incorporarse. Buscó algo apresuradamente en los bolsillos, y en una mano apareció un objeto que brillaba.
—¡Pronto, Jeanie, mi pie ya está libre! –le grité, y los dos salimos corriendo usando las manos y los pies.
Nos metimos en la pieza en que había estado Jeanie y cerramos la puerta. El hombre tenía que subir despacio para que la escalera no se derrumbara, así que tuvimos tiempo de buscar cosas pesadas con que apuntalar la puerta; desgraciadamente, no había nada que pesara mucho; sólo encontramos dos cajas vacías.
No podíamos saltar por la ventana porque era muy alta, y Jeanie se hubiera lastimado; yo mismo me habría roto un brazo en la intentona. Por lo demás, para entonces el hombre ya estaría arriba.
Tomando los dos cajas, las pusimos una sobre otra, y nosotros nos apoyamos en ellas para hacer peso. Podíamos oír al hombre subiendo con cautela mientras juraba y nos maldecía. Pasado un momento, pudimos oír cómo su ropa rozaba la fina pared que nos separaba. Al llegar arriba soltó una carcajada escalofriante y empezó a empujar la puerta; ésta cedió un poco, pero nosotros la soportábamos con todas nuestras fuerzas.
Volvió a darle un empujón, pero esta vez no la pudimos cerrar del todo; yo sentía su aliento, tan cerca de nosotros estaba.
—¿No deberíamos rezar? –me preguntó Jeanie.
—Sí –le contesté yo, mientras seguía empujando.
Jeanie empezó a orar a mis espaldas.
—Si yo muriera antes de despertar, ruego a Dios, que...
El hombre empujó más fuerte y esta vez se podía decir que la puerta estaba casi abierta del todo; yo no podía más. Uno de los brazos de aquel monstruo pasó por la abertura, como para alcanzarnos.
—¡Reza más fuerte! ¡Oh, Jeanie, reza para que te oigan! ¡No puedo más...!
La voz de Jeanie se elevó en un grito.
—¡Si yo muriera antes de despertar...!
El último empujón fue el final de todo. Rodamos por el suelo, Jeanie, yo, las cajas, la puerta... Esto nos dio un momento de alivio, porque el hombre fue a parar al centro de la habitación, perdió un instante antes de incorporarse. Yo le lancé una de las cajas, y Jeanie y yo nos separamos; él la siguió, blandiendo el cuchillo. Yo me iba para el hall, pero tuve que volverme. Jeanie se había equivocado, y el hombre la tenía acorralada. Lo único que hacía la pobre era correr de un lado para otro frente a las ventanas; el tipo brincaba de un sitio a otro con el cuchillo en la mano. Jeanie y yo gritábamos como locos; aquella casa, tan tranquila unos momentos antes, parecía ahora un manicomio.
Tomando una de las cajas se la lancé con todas mis fuerzas; le dio en la nuca y por un momento estuvo como atontado. Pero la caja no pesaba mucho, ya que estaba vacía. Se volvió hacia mí, furioso.
—¡Dentro de un minuto me ocuparé de ti! –me gritó.
Al decir esto revoleó los brazos queriéndome atrapar como si yo fuera un mosquito.
Con el dorso de la mano alcanzó a pegarme en la cabeza; a consecuencia del golpe fui a dar contra la pared. Vi un cometa con una cola muy larga en el momento en que me deslizaba al suelo. Lo último que alcancé a ver fue al hombre en el momento en que le cubría la cabeza a Jeanie con una de las bolsas que habíamos visto antes. El cometa se fue haciendo cada vez más brillante, hasta que pareció dividirse en varios, pero esta vez los veía por la abertura de la puerta; después vi unos hombres que llevaban unas linternas como la que usa mi padre, y hasta me pareció que uno de ellos era él. Pero no, no podía ser; todo era producto del mareo. Me quedé dormido, deseando despertar a tiempo para salvar a Jeanie.
Cuando desperté, me pareció que estaba flotando entre el suelo y el techo; lo mismo le sucedía a Jeanie. Me parecía que los dos nos balanceábamos en el aire. Pensé que estábamos muertos y convertidos en ángeles. La realidad era otra. Un hombre tenía en los brazos a Jeanie y otro me tenía a mí.
—Cuidado con las escaleras –dijo uno de ellos.
Ninguno de los que venía era mi padre; de pronto, lo vi, manoteando con un cuchillo en la mano, mientras uno que estaba con él trataba de sujetarlo. Mi padre decía:
—¡Qué lástima que no llegué antes! ¡Difícilmente lo hubiera dejado vivo! ¡Sin testigos delante...!
A Jeanie y a mí nos llevaron al médico en cuanto llegamos a la ciudad; dijo que estábamos bien, sólo que, durante un tiempo, tendríamos pesadillas. Yo me pregunté cómo sabía de antemano qué clase de sueños tendríamos. Cuando volvimos a casa le pregunté a mi padre:
—¿Estuvo mal lo que hice? ¿Cómo me porté?
Mi padre se sacó la insignia y me la prendió en mi pijama.
—Pareces un detective –fue todo lo que me contestó.
¡Ah! Casi me olvido de decir una cosa: a Jeanie no le gustan más los caramelos.

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