sábado, 15 de mayo de 2010

Gianni Rodari: El flautista y los automóviles

Había una vez un flautista mágico. Es una vieja historia, todos la conocen. Habla de una ciudad invadida por los ratones y de un jovenzuelo que, con su flauta encantada, llevó a todos los ratones a que se ahogaran en el río. Como el alcalde no quiso pagarle, volvió a hacer sonar la flauta y se llevó a todos los niños de la ciudad.
Esta historia también trata de un flautista: a lo mejor es el mismo o a lo mejor no.
Esta vez es una ciudad invadida por los automóviles. Los había en las calles, en las aceras, en las plazas, dentro de los portales. Los automóviles estaban por todas partes: pequeños como cajitas, largos como buques, con remolque, con caravana. Había automóviles, tranvías, camiones, furgonetas. Había tantos que les costaba trabajo moverse, se golpeaban, estropeándose el guardabarros, rompiéndose el parachoques, arrancándose los motores. Y llegaron a ser tantos que no les quedaba sitio para moverse y se quedaron quietos. Así que la gente tenía que ir andando. Pero no resultaba fácil, con los coches que ocupaban todo el sitio disponible. Había que rodearlos, pasarlos por encima, pasarlos por debajo. Y desde por la mañana hasta por la noche se oía:
-¡Ay!
Era un peatón que se había golpeado contra un capó.
—¡Ay! ¡Uy!
Estos eran dos peatones que se habían topado arrastrándose bajo un camión. Como es lógico, la gente estaba completamente furiosa.
—¡Ya está bien!
—¡Hay que hacer algo!
—¿Por qué el alcalde no piensa en ello?
El alcalde oía aquellas protestas y refunfuñaba:
—Por pensar, pienso. Pienso en ello día y noche. Le he dado vueltas incluso todo el día de Navidad. Lo que pasa es que no se me ocurre nada. No sé qué hacer, qué decir, ni de qué árbol ahorcarme. Y mi cabeza no es más dura que la de los demás. Mirad qué blandura.
Un día se presentó en la Alcaldía un extraño joven. Llevaba una chaqueta de piel de cordero, abarcas en los pies, una gorra cónica con una enorme cinta. Bueno, que parecía un gaitero. Pero un gaitero sin gaita. Cuando pidió ser recibido por el alcalde, la guardia le contestó secamente:
—Déjale tranquilo, no tiene ganas de oír serenatas.
—Pero no tengo la gaita.
—Aún peor. Si ni siquiera tienes una gaita ¿por qué te va a recibir el alcalde?
—Dígale que sé cómo liberar a la ciudad de los automóviles.
—¿Cómo? ¿Cómo? Oye, lárgate, que aquí no se tragan ciertas bromas.
—Anúncieme al alcalde, le aseguro que no se arrepentirá...
Insistió tanto que el guardia tuvo que acompañarle ante el alcalde.
—Buenos días, señor alcalde.
—Sí, resulta fácil decir buenos días. Para mí solamente será un buen día aquel en el que...
—...¿la ciudad quede libre de automóviles? Yo sé la manera.
—¿Tú? ¿Y quién te ha enseñado? ¿Una cabra?
—No importa quién me lo ha enseñado. No pierde nada por dejarme que lo intente. Y si me promete una cosa, antes de mañana ya no tendrá más quebraderos de cabeza.
—Vamos a ver, ¿qué es lo que tengo que prometerte?
—Que a partir de mañana los niños podrán jugar siempre en la plaza mayor, y que dispondrán de carruseles, columpios, toboganes, pelotas y cometas.
—¿En la plaza mayor?
—En la plaza mayor.
—¿Y no quieres nada más?
—Nada más.
—Entonces, chócala. Prometido. ¿Cuándo empiezas?
—Inmediatamente, señor alcalde.
—Venga, no pierdas un minuto... El extraño joven no perdió ni siquiera un segundo. Se metió una mano en el bolsillo y sacó una pequeña flauta, tallada en una rama de morera. Y para colmo, allí, en la oficina del alcalde, empezó a tocar una extraña melodía. Y salió tocando de la alcaldía, atravesó la plaza, se dirigió al río... Al cabo de un momento...
—¡Mirad! ¿Qué hace aquel coche? ¡Se ha puesto en marcha solo!
—¡Y aquél también!
—¡Eh! ¡Si aquél es el mío! ¿Quién me está robando el coche? ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
—¿Pero no ve que no hay ningún ladrón? Todos los automóviles se han puesto en marcha...
—Cogen velocidad... Corren...
—¿Dónde irán?
—¡Mi coche! ¡Para, para! ¡Quiero mi coche!
—Intenta meterle un poquito de sal en la cola...
Los coches corrían desde todos los puntos de la ciudad, con un inaudito estruendo de motores, tubos de escape, bocinazos, sirenas, claxon... Corrían, corrían solos.
Pero si se prestaba atención, se habría oído bajo el estruendo, aún más fuerte, más resistente que él, el silbido sutil de la flauta, su extraña, extraña melodía..

PRIMER FINAL
Los automóviles corrían hacia el río.
El flautista, sin dejar nunca de tocar, les esperaba en el puente. Cuando llegó el primer coche —que por casualidad era precisamente el del alcalde— cambió un poco la melodía, añadiendo una nota más alta. Como si se tratara de una señal, el puente se derrumbó y el automóvil se zambulló en el río y la corriente lo llevó lejos. Y cayó el segundo, y también el tercero, y todos los automóviles, uno tras otro, de dos en dos, arracimados, se hundían con un último rugido del motor, un estertor de la bocina, y la corriente los arrastraba.
Los niños, triunfantes, descendían con sus pelotas por las calles de las que habían desaparecido los automóviles, las niñas con las muñecas en sus cochecitos desenterraban triciclos y bicicletas, las amas de cría paseaban sonriendo.
Pero la gente se echaba las manos a la cabeza, telefoneaba a los bomberos, protestaba a los guardias urbanos.
—¿Y dejan hacer a ese loco? Pero deténganlo, caramba, hagan callar a ese maldito flautista.
—Sumérjanle a él en el río, con su flauta...
—¡También el alcalde se ha vuelto loco! ¡Hacer destruir todos nuestros hermosos coches!
—¡Con lo que cuestan!
—¡Con lo cara que está la mantequilla!
—¡Abajo el alcalde! ¡Dimisión!
—¡Abajo el flautista!
—¡Quiero que me devuelvan mi coche!
Los más audaces se echaron encima del flautista pero se detuvieron antes de poder tocarle. En el aire, invisible, había una especie de muro que le protegía y los audaces golpeaban en vano contra aquel muro con manos y pies. El flautista esperó a que el último coche se hubiera sumergido en el río, luego se zambulló también él, alcanzó la otra orilla a nado, hizo una inclinación, se dio la vuelta y desapareció en el bosque.

SEGUNDO FINAL
Los automóviles corrieron hacia el río y se lanzaron uno detrás de otro con un último gemido del claxon. El último en zambullirse fue el coche del alcalde. Para entonces la plaza mayor ya estaba repleta de niños jugando y sus gritos festivos ocultaban los lamentos de los ciudadanos que habían visto cómo sus coches desaparecían a lo lejos, arrastrados por la corriente.
Por fin el flautista dejó de tocar, alzó los ojos y únicamente entonces vio a la amenazadora muchedumbre que marchaba hacia él, y al señor alcalde que caminaba al frente de la muchedumbre.
—¿Está contento, señor alcalde?
—¡Te voy a hacer saber lo que es estar contento! ¿Te parece bien lo que has hecho? ¿No sabes el trabajo y el dinero que cuesta un automóvil? Bonita forma de liberar la ciudad...
—Pero yo..., pero usted...
—¿Qué tienes tú que decir? Ahora, si no quieres pasar el resto de tu vida en la cárcel, agarras la flauta y haces salir a los automóviles del río. Y ten en cuenta que los quiero todos, desde el primero hasta el último.
—¡Bravo! ¡Bien! ¡Viva el señor alcalde!
El flautista obedeció. Obedeciendo al sonido de su instrumento mágico los automóviles volvieron a la orilla, corrieron por las calles y las plazas para ocupar el lugar en el que se encontraban, echando a los niños, a las pelotas, a los triciclos, a las amas de cría. Todo volvió a estar como antes. El flautista se alejó lentamente, lleno de tristeza, y nunca más se volvió a saber de él.

TERCER FINAL
Los automóviles corrían, corrían... ¿Hacia el río como los ratones de Hammelin? ¡Qué va! Corrían, corrían... Y llegó un momento en el que no quedó ni uno en la ciudad, ni siquiera uno en la plaza mayor, vacía la calle, libres los paseos, desiertas las plazuelas. ¿Dónde habían desaparecido?
Aguzad el oído y los oiréis. Ahora corren bajo tierra. Ese extraño joven ha excavado con su flauta mágica calles subterráneas bajo las calles, y plazas bajo las plazas. Por allí corren los coches. Se detienen para que suba su propietario y reemprenden la carrera. Ahora hay sitio para todos. Bajo tierra para los automóviles. Arriba para los ciudadanos que quieren pasear hablando del gobierno, de la Liga y de la luna, para los niños que quieren jugar, para las mujeres que van a hacer la compra.
—¡Qué estúpido —gritaba el alcalde lleno de entusiasmo—, que estúpido he sido por no habérseme ocurrido antes!
Además, al flautista le hicieron un monumento en aquella ciudad. No, dos. Uno en la plaza mayor y otro abajo, entre los coches que corren incansables por sus galerías.

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