lunes, 17 de mayo de 2010

Marisol Llano Azcárate: Recolectores de ADN

“¿Fue verdaderamente el humilde pescador Sam Brandon el primer escocés que vio aquella misteriosa isla que no figuraba en ningún mapa o él solamente difundió el extraño espejismo?
”¿Quién fue el primero que contó la historia del monje San Brandán, que llegó a las islas Afortunadas y, continuando su viaje, arribó a una isla que en verdad no era tal, sino un monstruo marino?
”A medida que la leyenda de la isla de Sam Brandon o de San Brandán va trasladándose hacia latitudes meridionales, su nombre evoluciona hasta llegar a aguas subtropicales con el curioso nombre de San Borondón.
”Muchas personas afirman haber visto la isla, especialmente desde alguno de los aviones, avionetas o helicópteros que sobrevuelan el espacio de mar que media entre El Hierro y La Palma.
”Los pilotos aéreos guardan celosamente todo un historial de avistamientos de una isla duende que puede observarse con claridad en ocasiones y no existe en otras. ¿Se trata de un espejismo?, ¿es, efectivamente, una ilusión óptica?, ¿se debe prestar oído a quienes afirman que, sin duda, se trata de una nave extraterrestre?, ¿o a quienes aseguran que existe una civilización submarina, desconocida para nosotros, que comparte discretamente nuestro planeta y de cuando en cuando sale a la superficie?
”Nadie ha encontrado hasta el momento la respuesta… Sin embargo, hay quien sospecha que la solución de este interrogante está en el mar, quizá en sus inexploradas profundidades, pero no hay curiosos con valentía suficiente para arriesgarse a esta difícil búsqueda de la que no se tiene asegurado el retorno…
”No obstante, ¿hay algo más habitual que un submarinista se sienta perdido o desorientado y no sea capaz de regresar? ¿Cuántos han vuelto contando extrañas visiones de seres sorprendentes que se movían ágilmente bajo el agua? ¿Y cuántos casos más pueden presumirse en que la vergüenza de confesar el miedo y la confusión ha ocultado lo que han visto o sentido en las profundidades submarinas?”
Germán leyó este fragmento del extenso artículo periodístico y miró hacia su izquierda para observar a su hijo Carlos, que respiraba acompasadamente con los ojos cerrados, con la cabeza apoyada al lado de la ventanilla. Observó con ternura que todavía tenía el mismo aspecto que el niño con gafas de ligera y juvenil montura metálica de cuando tenía diez años y se las había probado por vez primera y, al igual que en aquel tiempo, le habían resbalado sobre la naricilla respingona y estaban a punto de caer. Se las quitó, con cuidado de no despertarlo, y las guardó en el bolsillo de su propia camisa antes de cerrar los ojos y quedarse dormido. Sabía que el vuelo sería breve, pero estaba agotado y un sueñecito le sentaría muy bien.
Padre e hijo se movían tranquilamente bajo las aguas, uno al lado del otro. Sabían que no debían separarse mucho de la costa ni perder la referencia del acantilado que les acompañaba durante su excursión.
Germán intentaba traer aquí a su hijo siempre que le era posible, especialmente desde que los dos se habían quedado solos. Ahora Germán cumplía doble papel, él debía ser el padre y también la madre de Carlos. Y la afición al submarinismo les unía. Por eso, siempre que su trabajo y la economía familiar se lo permitían, organizaba un viaje a la isla de El Hierro, para disfrutar de este deporte con su hijo.
Afortunadamente el muchacho había logrado remontar su bache de los últimos años y había vuelto a sonreír. Estaba cursando primero de bachillerato y parecía que iba a aprobar todas las asignaturas en la evaluación final. Germán se sentía muy satisfecho de estos resultados. Pero hasta el curso pasado no había sido así. A partir del momento en que se quedaron solos, Carlos comenzó a modificar su comportamiento, sus amistades, sus hábitos… Germán había intentado poner remedio a estos cambios nefastos, pero él tenía bastante con soportar su propio dolor…, y a pesar de todo, comprendía la necesidad urgente de adentrarse en la mente de su hijo, en sus sentimientos, en sus deseos, en sus esperanzas, en sus pensamientos…, adivinar la intensidad de su aflicción y paliar este sufrimiento volcándose en él, proporcionándole una dosis doble de cariño, de comprensión, de ternura…, y todo ello, tragándose sus propias lágrimas, callándose su pena, disimulando su sensación de pérdida, de abandono.
Alicia, esposa de Germán y madre de Carlos, se había ido hacía cuatro años, cuando el niño atravesaba la difícil etapa de la adolescencia y comenzaba tercero de ESO. Alicia y Germán se habían casado cuando eran todavía muy jóvenes, porque un desliz les hizo esperar prematuramente el nacimiento de Carlos, a una edad en que ambos deberían continuar con sus estudios y disfrutar de la juventud, en vez de afrontar la responsabilidad de un hijo no deseado.
Germán se había resignado, había renunciado a sus ilusiones de joven soltero, había comenzado pronto a trabajar para independizarse de sus padres y de sus suegros, y había madurado con rapidez, mas Alicia, no. A Germán le había llenado de ilusión el nacimiento de su bebé, pero Alicia lo había considerado más un hecho inevitable que un maravilloso regalo de la naturaleza. Soportó, pues, al hijo hasta sus catorce años; sin embargo, llegó un momento en que no pudo más y decidió marcharse. A su marido intentó explicarle lo que sentía. La culpa de su alejamiento, según explicó Alicia, no era de Germán ni de Carlos, sino que estaba en su cerebro. Ella deseaba ser libre de nuevo, sentía que el entorno familiar le cercenaba las alas, quería comprobar que era capaz de volar pese a los catorce años de prisión voluntaria en una familia que ella no había deseado.
Germán lo comprendió y no puso ningún obstáculo a la marcha de Alicia. No le guardaba rencor. En cierto modo, era capaz de ponerse en su lugar y de esforzarse por imaginar lo que ella sentía.
Germán, ensimismado en sus tristes recuerdos, se despistó y cuando volvió a tomar conciencia de la realidad del frío fondo marino, adonde apenas llegaban unos rayos de luz, se dio cuenta de que su hijo no estaba a su lado.
Desesperadamente, se desplazó a un lado y a otro intentando localizarlo, pero no lo logró; decidió entonces encender la potente linterna que llevaba en previsión de una posible emergencia y movió a derecha e izquierda el haz de luz una y otra vez, sin conseguir vislumbrar la silueta de su hijo. El miedo de perderlo le producía un nudo en la garganta y la necesidad de gritar su nombre era casi más fuerte que la voz de la prudencia, que le aconsejaba no abrir la boca, pues se hallaba bajo el mar. La posibilidad de perder a su hijo le llenaba de desesperación, de temor, de un terror irracional que se manifestaba con un encogimiento y una fuerte punzada en el estómago y desde allí, se extendía a todo su cuerpo, con el frío, la sensación de impotencia que por momentos se apoderaba de él.
Algo más allá creyó percibir un leve movimiento y se aproximó a aquel lugar; ya hacía rato que había perdido la referencia de la pared rocosa del acantilado, pero esa era su menor preocupación en aquel momento. Lo que halló no fue a su hijo, sino una reverberación en el agua que parecía ondular en torno a algo que él no lograba ver. Con toda la cautela de la que fue capaz, movió lentamente la linterna hasta enfocar aquel paraje submarino en que se concentraban todos sus temores.
Durante algunos segundos apenas alcanzó a distinguir algunos rasgos de un ser que se le antojó monstruoso. Le pareció ver unos ojos redondos de pupila felina que lo miraban fijamente; un cuerpo rechoncho sostenido por cuatro resistentes patas; una cabeza muy similar a la de un leopardo, pero sin orejas. De ambos lados, desde detrás de la cabeza, partían las extremidades superiores, quizá una especie de brazos, terminadas en dedos con uñas en forma de garra. Estaba casi seguro de haber contado tres gruesos dedos en cada una de aquellas manos tan extrañas.
Germán intentó recordar todos los rasgos del ser que había creído observar, pues, pasados unos instantes, ya no se sentía totalmente seguro. Y la criatura se había esfumado ante sus ojos, como si se hubiese fundido con el agua que les rodeaba. Mientras repasaba en su memoria a toda prisa la fauna marina que podía hallarse en aquella zona, otra preocupación le asaltó: si no podía percibir la presencia del animal, a este le resultaría fácil avanzar hasta él, colocarse a su lado, atacarlo, incluso devorarlo…, sin que él fuese capaz de ponerse en guardia.
Germán decidió permanecer inmóvil a unos metros del lugar donde había visto el monstruo. Si se trataba de un depredador, sabía que cualquier movimiento lo convertiría en una posible presa. El animal podía estar acechándolo con intenciones de cazarlo…, ¿para qué, si no, iba a camuflarse con tanta maestría?
Germán se quedó totalmente quieto, seguía preocupándole su hijo, pero el principal problema al que se enfrentaba era una criatura absolutamente desconocida y tan versátil que ni siquiera aparecía en los libros de zoología. No llevaba ningún arma. Él y su hijo habían ido con la sana intención de hacer submarinismo, de admirar juntos la belleza del fondo marino y explorar un poco la zona, no de dañar a ningún animal o planta de las profundidades.
—Lo sé —oyó Germán como respuesta a sus cavilaciones… Y se extrañó sobremanera porque no supo de dónde había salido aquella voz. Miró a un lado y a otro, intentando moverse lo menos posible para que la criatura no lo atacase, pero no logró ver a nadie. Y no era la voz de su hijo, que seguía sin saber dónde podría estar…
—Estoy aquí, frente a ti… No temas, no voy a hacerte daño…
Germán se había quedado atónito. Le costaba pensar con claridad. Temía que se le estuviese terminando el oxígeno y que sus células cerebrales no funcionasen correctamente. Esto explicaría las voces que había oído… Pues frente a él sólo veía agua, un agua peligrosa que quizá ocultaba al más perfecto depredador submarino jamás conocido, del que él temía un ataque en cualquier momento…
—Tú lo has dicho, no hay nadie más…, pero no soy lo que parezco…
Germán notó que a su izquierda el agua se agitaba, podía percibir las ondas que producía alguien en su avance, quiso creer que se trataba de su hijo, aunque temía lo peor… e intentó volver la cabeza…
Germán se despertó en una estancia amplia, de techo bajo, de paredes en tonos metálicos, levemente iluminada con luces azuladas. A medida que abría los ojos y recobraba el sentido, se dio cuenta de todo lo sucedido durante los últimos minutos que era capaz de recordar y exclamó:
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo?
Se había incorporado en la camilla en que lo habían tendido, tras haberlo despojado de sus gafas de submarinismo y de su equipo de oxígeno. Una vez acostumbrados sus ojos a la tenue luz ambiental, observó que en un rincón permanecía, como una sombra que aparecía y desaparecía a ratos, una criatura como la que antes había visto en el mar. Su color era de un azul oscuro, aunque Germán pensaba que eso podía deberse sólo a su capacidad para fundirse con el entorno. Quizá en su piel abundasen los cromatóforos, como sucedía con algunos moluscos cefalópodos. Quizá, como los peces planos y los camaleones, pudiese adaptar con gran precisión su coloración al medio en que se movía. El raro animal no pareció inmutarse por las quejas de su huésped, que oyó con claridad su respuesta.
—¿Su hijo…? Discúlpeme, ya sé a qué se refiere: el cachorro…, la cría que lo acompañaba. Es cierto que los seres humanos llaman hijos a sus crías y permanecen en contacto con ellas durante toda su vida, siempre con los mismos roles de progenitores-cachorros, a diferencia del resto de las especies.
Germán se quedó atónito con la reflexión oída al ser que él había considerado su guardián. Y algo confuso, le respondió:
—Bueno…, siempre ha sido así…, y antes los lazos familiares eran mayores, más estrechos…
—Sí, lo sé, conozco algo de las costumbres de la Tierra. Llevo mucho tiempo visitándoles.
Esta confesión sorprendió a Germán, que se quedó pensando unos minutos antes de formular un nuevo interrogante:
—¿No es de aquí? ¿De dónde es usted, entonces?
Una señal de alarma acababa de dispararse en el cerebro de Germán: temió hallarse a bordo de una nave extraterrestre… Le asustaba que se lo llevasen a otra parte, lejos de la Tierra…, ¿y su hijo?, ¿se quedaría abandonado, sin nadie que lo cuidase ni se preocupase por él? Se sentía irreal, como si estuviese inmerso en una pesadilla y pudiese despertarse en cualquier momento y volver a la realidad, a su mundo cotidiano, con su hijo y con sus problemas…
—No se preocupe por el cachorro —logró escuchar claramente como respuesta a sus reflexiones—. Lo hemos encontrado. Se había internado en una cueva en solitario y estaba algo despistado. Además, se le estaba acabando el oxígeno… Pero está bien. Lo traen hacia aquí ahora.
A Germán le sorprendió esta aclaración…, no creía haber formulado en voz alta sus pensamientos…, pero ya no estaba muy seguro de nada de lo que le sucedía…
Más tranquilo con la promesa de que su hijo estaba a salvo, poco a poco Germán fue tomando conciencia del espacio en que se hallaba y de las sensaciones que percibía. El lugar en que se encontraba podría ser una enfermería, por las camillas que se alineaban al lado de la suya y por los paneles situados en la pared, que parecían medir las constantes vitales. En el aire de la estancia había un olor que le resultaba desconocido, no era desagradable, pero en cierto modo le preocupaba estar respirando algún gas tóxico. ¿Quién sabía qué complejos sistemas de vida tenían aquellos extraterrestres?
—Ahora traerán a su hijo —la misma voz de antes interrumpió sus pensamientos—, y comprobaremos si se encuentra bien.
—¿Estamos en una enfermería? —se atrevió a formular sus dudas en voz alta.
—Efectivamente. A usted le hemos recuperado de su desmayo. Se quedó sin oxígeno y perdió el conocimiento. Lo hemos traído aquí y lo hemos reanimado. ¿Se encuentra bien?
—Sí, gracias, ahora estoy mucho mejor.
En la pared situada a su izquierda se abrió una puerta que Germán no había supuesto que existiese, y entró, trayendo a Carlos dormido en una camilla, otra criatura similar a la primera, que, al moverse, iba cambiando de color, adaptándose al escenario por el que se desplazaba. Aunque el primer impulso de Germán fue levantarse y correr a abrazar a su hijo, su cuidador se lo impidió con un enérgico gesto que mostraba claramente que estaba acostumbrado a mandar y a ser obedecido sin réplica de ningún tipo. Por un momento, Germán llegó a pensar que se hallaba ante el jefe de la expedición… Aunque inmediatamente se dijo a sí mismo que el comandante de la nave estaría demasiado atareado como para preocuparse por él…
—No lo crea, me preocupo por todos los seres terrestres que entran en contacto con nosotros y que necesitan ayuda…, como ustedes.
Mientras hablaba el superior, el extraterrestre que había traído a Carlos le había colocado varios botones autoadhesivos en el cuello, en el pecho, en las sienes y en las muñecas; a continuación se dirigió a uno de los paneles situados en la pared y comenzó a pulsar teclas con sus dedos fuertes terminados en garras y a obtener lecturas que Germán supuso enviadas por los pequeños parches inalámbricos colocados en el cuerpo de su hijo.
—El soldado Idba llevará a su hijo a una habitación, para que se reponga. Le hemos administrado un tranquilizante y se ha dormido, como usted ha podido ver. No se preocupe por él, recibirá todos los cuidados necesarios —anunció el jefe, intentando tranquilizar a Germán.
Este hizo ademán de levantarse para acompañar a su hijo, pero el comandante le detuvo:
—No, por favor, usted debe quedarse ahora. Necesito hablarle. Más tarde verá a su hijo. Luego se reunirá con él —le prometió mientras lo miraba con sus felinos ojos grises. Germán hizo un gesto de resignación y volvió a acostarse en su camilla. Sin prisas, caminando con sus cuatro robustas patas, con más agilidad de la que Germán habría esperado en un animal de cuerpo tan voluminoso, el comandante se acercó a él y se dispuso a comenzar su discurso:
—Igual que el soldado Idba encontró a su hijo, a usted le rescató el soldado Ulne. Como puede comprobar, hemos aprendido sus lenguas y sus costumbres, y utilizamos los mismos términos que ustedes. Yo soy el comandante de la nave y mi nombre es Crowe.
Aquello parecía una presentación bastante formal y Germán se apresuró a hacer lo mismo:
—Mi nombre es Germán —dijo y, de modo automático, adelantó su mano derecha extendida, dispuesta para el saludo.
Sin duda, el comandante conocía los usos humanos, pues su extremidad diestra, de aspecto felino, con tres dedos gruesos y fuertes rematados por afiladas garras, estrechó suavemente la mano humana sin estrujarla ni arañarla. Germán pudo notar la cálida piel del animal, tersa y seca, sin pelo, resistente y firme, elástica, como si debajo tuviese una considerable capa protectora de grasa.
No pudo menos de extrañarse Germán cuando tomó conciencia de lo que acababa de suceder, no todos los días surgía la oportunidad de saludar a un alienígena…
—Desde luego, tiene usted razón —interrumpió el comandante los pensamientos del hombre—, tampoco yo, a pesar de mis viajes continuos a este planeta, entro en contacto directo con muchos terrestres… Bien, como le decía, venimos de otro planeta…
—¿Es una invasión?, ¿quieren esclavizarnos?
El comandante Crowe se extrañó al oír estas preguntas, pero pasados unos instantes, respondió:
—¡Oh! Ya comprendo. La esclavitud. Claro, es un ciclo que se repite en su historia… También en la nuestra tiene un episodio… En otro momento se lo contaré. Ahora quiero hablarle de su hijo.
Crowe hizo una pequeña pausa, quizá para sondear la mente del humano y continuó:
—Antes de empezar, quiero que se tranquilice, lo que nos trae a la Tierra no es nuestro deseo de invadir ni esclavizar este planeta, sino de conservar sus formas de vida. Nuestra intención es totalmente pacífica. Y no deseamos molestar a los terrestres… —y pareciéndole que no quedaba suficientemente claro, especificó—: a ninguna forma de vida que habite este planeta.
—Comprendo —aceptó Germán, aunque se notaba algo despistado y sabía que Crowe no tardaría en notarlo. Ya había comprendido que aquellos extraños seres de otro planeta dominaban a la perfección la telepatía.
—Su hijo está enfermo —dijo Crowe y, al notar el creciente nerviosismo de Germán, se apresuró a tranquilizarle—, no se alarme, no es nada que no podamos curar, pero usted tiene que saber la verdad acerca de lo que le sucede y cómo ha llegado hasta ese punto.
—¿Qué enfermedad tiene? —preguntó Germán, visiblemente preocupado.
—Ustedes lo llaman toxicomanía, consume sustancias que crean adicción y, por tanto, inducen a tomar cada vez dosis mayores. Causan graves daños en el organismo y, en ocasiones, pueden llegar a producir la muerte. A estas sustancias, los humanos las llaman narcóticos, drogas o estupefacientes. ¿Sabe de qué le hablo?
—Por supuesto —aceptó Germán, pálido de horror por la información que estaba recibiendo—, pero no puede ser…, me prometió que nunca más…, no sé cómo…, él me mintió…
—Puede ser. Los humanos dominan muy bien el arte de la mentira —comentó Crowe—. Incluso hay una teoría antropológica que sostiene que, sin la imaginación y la mentira, los humanos nunca habrían llegado a dominar su planeta.
—Pero soy su padre…
—Eso sólo le convierte en más crédulo —dijo el comandante Crowe, con toda la delicadeza posible en aquella situación tan difícil.
—¿Cómo puede hacerme esto mi hijo? Yo lo he hecho todo por él…, toda mi vida…, mi hijo ha sido toda mi vida…, y… —Germán no pudo continuar. El llanto se había apoderado de él. De repente, sintió pasar los momentos más importantes de su existencia ante sus ojos, como si fuese a morir próximamente; recordó su brevísima juventud antes de la llegada de su hijo, y después, su renuncia a todo, sus esfuerzos para salvar a Carlos del dolor tras el abandono de Alicia… ¡Alicia! Un rayo de luz atravesó la mente del hombre e iluminó sus dudas. ¿Acaso lo sabría ella?, ¿se había marchado por aquello? A menudo su esposa se quejaba de que él le consentía demasiado al niño… Y Germán había creído que sólo eran celos porque ella veía al hijo como un rival. ¿Cuánto tiempo hacía que Carlos se drogaba?
—¿Cuánto…?, ¿ustedes pueden saber cuánto tiempo hace que mi hijo toma esas drogas?
—Las últimas, desde hace un año aproximadamente, estas son las más peligrosas… Pero hay restos de otras sustancias anteriores, quizá desde hace varios años…
—¿Cuatro o cinco? —preguntó Germán.
—Podría ser.
—¿Y cuáles consume ahora?, ¿lo sabe usted?
Crowe miró hacia los paneles situados en la pared, donde a cada rato se añadía una nueva fila de caracteres que Germán no podía comprender. Tardó unos minutos en contestar:
—Ahora consume una mezcla muy peligrosa, hecha con varias sustancias venenosas… Pero los restos antiguos que hemos hallado son de drogas naturales, hay dos o tres tipos, debemos analizarlo con tiempo, son sólo trazas residuales que nos muestran la inhalación de resinas vegetales en el pasado.
—No comprendo nada.
—Le ruego me disculpe —dijo Crowe ceremoniosamente—, observo que usted está desconcertado por lo que acaba de conocer, pero usted había sido advertido antes de ahora, ¿no es cierto?
Germán dudó unos instantes, cabizbajo, absorto en sus cavilaciones, que seguramente, era consciente de ello, Crowe estaba leyendo sin dificultad. Germán recordó las advertencias de Alicia, pero sobre ellas se alzaron las palabras de dos profesoras de su hijo:
—Debe enseñarle a ser más responsable, que no piense que usted va a solucionárselo todo, que aprenda a ser autónomo, a resolver sus problemas y a afrontar sus deberes. Su hijo tiene que asumir también sus obligaciones.
Esto se lo habían recomendado en otras ocasiones, pero lo que verdaderamente le había molestado habían sido las palabras de otra docente, más directa que la anterior. Se lo había dicho en una de las numerosas ocasiones en que lo habían llamado del instituto, por el mal comportamiento de su hijo. Él creía que los profesores le tenían cierta ojeriza y acudía prontamente a defenderlo, no quería que su hijo sufriese. A aquella mujer no la había visto más, pero sus palabras le habían quedado grabadas a pesar de sus denodados esfuerzos por borrarlas de su memoria.
—Si yo fuese usted y me pasase todo esto, pensaría que mi hijo no me quiere —había afirmado—. Porque no puedo aceptar que un hijo que quiere a su padre le haga pasar la vergüenza de venir cada semana a oír quejas de su indisciplina, de su mal comportamiento.
Había intentado denunciar a la profesora por lo que le había dicho, pero no logró que la inspectora ni el director del instituto le hiciesen caso.
—¿Y por qué no creyó las palabras de aquella docente?, ¿no cree que estaba hablando de algo que sin duda conocería bien?
—Es mi hijo. ¿Usted creería a alguien que dijese algo así de su hijo?
El comandante permaneció en silencio unos instantes, reflexionando severamente acerca de lo que debía o no debía decir. Finalmente se decidió a hablar:
—Creo que será mejor que, mientras comienzan a curar a su cachorro, le cuente algo de nuestra historia. En primer lugar, nosotros no tenemos con nuestra descendencia ninguna relación. Todos somos miembros del Estado, pero no importa de quién seamos hijos. Entenderá esto cuando le ponga como ejemplo el modo de cría de los peces. Supongo que sabe algo de esto, ¿no es cierto?
—Sí, claro, soy muy aficionado al submarinismo…, y leo mucho…
—Entonces sabrá que los peces hembra ponen sus huevos y los peces macho los fecundan. Tengo que explicarle que el planeta de donde venimos es un inmenso océano. Todos nosotros somos seres de vida marina. Es necesario reconocer que somos muy inteligentes y dominamos la telepatía, pero en solitario no habríamos conseguido evolucionar, quiero decir, crear una sociedad avanzada desde un punto de vista tecnológico. ¿Comprende? No conocíamos el fuego. Para ponerle un ejemplo terrestre, nos parecíamos a los delfines, quizá… excepto en que no practicamos el sexo.
—Como los peces…
—Exactamente. Pero se lo explico porque, según mis observaciones, los humanos no son capaces de desligar del sexo ningún aspecto de su existencia. Bien. La vida transcurría sencilla y feliz en nuestro inmenso mar, que cubre todo el planeta, hasta que nos invadió otra civilización, que llegó atraída por los numerosos recursos que escondía nuestro mundo marino. Poseían una tecnología bastante avanzada y no tardaron en instalar ciudades flotantes capaces de adaptarse al ritmo de las olas y de soportar los vaivenes de un maremoto. Y como era previsible, tras años de observar nuestro comportamiento, descubrieron nuestra inteligencia y nuestra capacidad para sobrevivir fuera del agua…, y nos esclavizaron. No les resultó fácil, porque éramos capaces de observar sus intenciones y de predecir sus acciones. No pudieron capturar a ningún adulto, pero sí a las larvas. Todos nosotros procedemos de esas larvas, criadas en… una especie de piscifactorías. Nos modificaron genéticamente, con el fin de fortalecer nuestro esqueleto, para que nuestras cuatro extremidades inferiores pudiesen sostener nuestro cuerpo fuera del agua, en sus ciudades flotantes. Durante mucho tiempo, aprendimos el uso de la tecnología del invasor, ocultando mientras tanto nuestros poderes telepáticos, pero empleándolos para absorber todos los conocimientos de sus mentes. Y llegó un día en que supimos que era posible expulsarlos de nuestro mundo; la ofensiva fue sincronizada por telepatía, se hizo por sorpresa, simultáneamente en todas las ciudades. Y les obligamos a marcharse. Así recuperamos la libertad.
—¿Y no regresaron con un ejército para someterlos de nuevo?
—Por supuesto que no. Habíamos borrado de sus naves todos los mapas que podrían haberles permitido volver hasta nuestro planeta y de sus mentes todo lo ocurrido. Programamos los sistemas-piloto para que les trasladasen a su planeta de origen de modo automático, sin intervención de la tripulación.
—¿¡Pueden manipular las mentes!? —se horrorizó Germán.
—Sí, pero nunca lo usamos con fines perjudiciales. Por ejemplo, a usted y a su hijo, ahora debemos trasladarlos a nuestro planeta para continuar y concluir la curación de su cachorro, pero si después de su recuperación, desean regresar a la Tierra, les traeremos de vuelta en uno de nuestros viajes y los dejaremos en el mismo lugar donde los hemos encontrado…, sanos y salvos, eso sí, pero borraremos de su memoria todos los recuerdos de esta etapa vivida con nosotros. Aunque quizá decidan quedarse en nuestra casa…
—No lo sé… Son demasiadas cosas para un día… Y mi hijo…
—Observo que siente un gran afecto por su cría. No se preocupe. Se recuperará totalmente. En medicina estamos muy avanzados y podemos curar enfermedades cuya existencia los médicos terrestres ni siquiera conocen todavía… Lo hacemos de vez en cuando… Y créame, hay terrestres que se quedan con nosotros… La última que ha decidido permanecer en nuestra pequeña casa es una hechicera a la que encontramos en la sabana mientras intentaba curar a una leona herida… Ahora las dos viven con nosotros y no han querido regresar.
Por la mente de Germán cruzó una idea fugaz que le alarmó y, como ya sabía que no había secretos para Crowe, le planteó su duda:
—No seremos como animales de zoo para ustedes, ¿verdad?
El comandante lo miró fijamente con sus ojos de gato grande, que intimidaron al hombre:
—¿Cuántos seres cree que hay en toda la galaxia que puedan compararse, en crueldad, con el ser humano? Respóndame con sinceridad, se lo ruego.
El hombre se sintió avergonzado por su pregunta. Además, no sabía muy bien qué contestar. Entonces recordó los documentales sobre naturaleza que solía ver con Alicia, que desde hacía cuatro años ya no veía porque a su hijo no le gustaban…
—Bueno, los grandes depredadores… —aventuró tímidamente Germán.
—No, no puede comparar a ningún depredador con el ser humano. ¿Conoce a alguno que mate sin un motivo claro y contundente como puede ser alimentarse o procrear?, ¿conoce a alguno que asesine por placer a sus congéneres?, ¿y alguno de ellos es capaz de torturar…?
Germán no se atrevió a contestar. La historia del ser humano parecía ser una crónica de su crueldad y de su capacidad para dañar a otros seres humanos y no humanos…, así sucedía también con la contaminación, las especies amenazadas…
—Efectivamente —interrumpió el comandante Crowe los pensamientos del hombre—. Nuestra expedición está aquí precisamente para eso. Nuestro trabajo consiste en salvaguardar la memoria genética de los seres que habitan este planeta…, en parte por el riesgo de extinción que corren muchas especies amenazadas por la actividad humana. Comenzamos a hacerlo cuando una de nuestras naves sufrió una avería y se vio obligada a hacer un aterrizaje de emergencia en la Tierra. Entonces pudimos observar la labor destructiva del ser humano, que condena a la desaparición a…
—¿Su planeta es como un arca de Noé? —interrumpió de repente Germán, con su impaciente ansia por saber más—, ¿se llevan parejas de animales a su planeta? —preguntó, presa de gran excitación.
—No, no es eso exactamente. Nuestro planeta es pequeño y el espacio habitable es escaso, sólo las ciudades flotantes. Además no deseamos alterar el modo de vida de los seres ni su hábitat —explicó Crowe—. Intentamos no interferir, en la medida de lo posible. Lo que hacemos es extraer una muestra de sangre. Lo que almacenamos es el ADN. Con nosotros sólo conviven unas cuantas personas y animales que han querido quedarse en nuestra casa por voluntad propia, como le decía antes.
Germán se quedó pensativo. Su mente se mostraba incapaz de aceptar tantas revelaciones en unas horas, le parecía demasiada información… Necesitaba tener tiempo para rumiar todo lo que había oído y extraer sus conclusiones, puesto que era incapaz de asimilar tantas novedades.
—Comprendo que se sienta confuso —admitió Crowe—. No creo que pudiese imaginarse que seres de otro planeta llevaban a cabo una misión tan cerca del lugar donde usted practicaba submarinismo tranquilamente. Pero le explicaré el motivo: nosotros somos seres con una alta conciencia ecológica. Nuestros antepasados, cuyos descendientes conviven pacíficamente con nosotros, se alimentaban de la flora acuática de nuestro inmenso océano y de esqueletos de otros seres…
—¿Cómo carroñeros? —le interrumpió Germán con su pregunta.
—No, no exactamente; los carroñeros cumplen su papel devorando toda la carne y los tejidos blandos de cualquier cadáver que llega hasta el fondo marino —explicó Crowe—. Y una vez que los huesos han sido limpiados y las corrientes de agua han depositado sobre ellos otros minerales, nuestros congéneres del mar se los comen, por eso tenemos esta dentadura tan fuerte. Y es un modo de proporcionar nutrientes minerales al organismo y de mantener el fondo marino limpio… Lo sé, está usted pensando que somos una especie muy, muy rara…
Germán sonrió por vez primera desde que entró en la estancia y movió la cabeza a un lado y a otro. No sabía si le molestaba el hecho de que Crowe pudiese leer su mente con total libertad o si más bien resultaba una comodidad al fin y al cabo, pues no debía molestarse en construir las frases ni en prepararse para pronunciarlas, para emitir los sonidos necesarios con el fin de hacerse comprender. Le bastaba pensar en ello y obtenía una respuesta.
Crowe pudo comprender fácilmente la reflexión del hombre, pero no tenía intención de añadir ningún comentario. Cambiando de tema, anunció:
—Le gustarán los océanos de mi planeta. He observado que usted practica deportes acuáticos, especialmente submarinismo. Allí podrá llevar a su hijo consigo. Para ustedes será como un paraíso. Y eso ayudará a que su cachorro se recupere de su enfermedad.
—No es una enfermedad —intentó corregirle Germán.
—¿Usted cree que no lo es?, ¿por qué? —y sin dejar tiempo para la respuesta, añadió su razonado punto de vista—: He estudiado un poco las adicciones de los seres humanos y creo que cada una de ellas constituye una enfermedad. Necesitan un tratamiento como cualquier otra dolencia. Además, se manifiestan con síntomas físicos y psíquicos evidentes. Y pueden conducir al fallecimiento del paciente. Yo creo que el error es considerarlos como un capricho, una manía de la persona afectada, por eso no se tratan desde el principio con la severidad y el rigor necesarios.
Germán no tenía nada que replicar. Quizá este ser extraterrestre que le hablaba tuviese toda la razón. Si días o incluso horas antes le hubiesen jurado que creería en las palabras de un alienígena con aspecto de leopardo marino desorejado, se habría reído a carcajadas, le habría parecido una broma esperpéntica, pero aquel ser, por extraño que fuese con su telepatía y su capacidad de camuflaje, le hablaba con tanta coherencia, con tanta seriedad, tan razonadamente…
Germán recordó de nuevo a su hijo y sintió, por primera vez como padre, el aguijón del remordimiento… Si no hubiese sido tan condescendiente… Si hubiese escuchado a Alicia y a las profesoras de Carlos… Quizá ellas tenían razón y él mimaba demasiado al niño… Y este había crecido… Germán veía con claridad que el muchacho, en su adolescencia, había encontrado amistades poco recomendables que quizá lo habían empujado a… ¡No! ¡Otra vez, no! Siempre culpaba a otros…, siempre hallaba un chivo expiatorio a quien hacer responsable de las acciones de su hijo… ¡Ya estaba bien! Había llegado la hora de asumir la verdad, aunque le doliese: con o sin influencias externas, su hijo había probado las drogas, se había hecho adicto y cuando él le pidió que cambiase, le mintió…, siguió fumando o pinchándose o lo que hubiese hecho antes…, porque él no le había pedido explicaciones… También en eso se había puesto en manos de su hijo.
—No quiero hablar de eso, papá…, no quiero que tú sufras lo mismo que yo…, ya ha pasado todo, te lo prometo…
—Lo que creo es que su hijo cada día le pone una nueva prueba, le está sometiendo poco a poco. Él hace algo malo y usted habla con él y lo perdona, al día siguiente hace algo peor y usted lo consiente, sufre, lo justifica ante los demás y protege a su hijo. No sé a dónde va a llegar así… —recordaba Germán las aborrecidas palabras de la profesora de Carlos.
—Te lo juro, papá, yo no he hecho nada, la profesora se lo inventó todo…, me tiene manía…, yo no he hecho nada malo…
Las lágrimas resbalaban por las tersas mejillas de Carlos mientras intentaba convencer de su inocencia a su padre. Ahora las propias lágrimas de Germán se deslizaban por su curtida piel y se adentraban en su barba de una semana. Mientras lloraba en silencio, totalmente consciente, al fin, de los engaños de su hijo, intentaba hallar en su memoria un rayo de esperanza que le ayudase a superar aquel doloroso momento.
—¿A qué se dedica usted? —preguntó Crowe.
—¿Disculpe…? —se excusó Germán, algo despistado, mientras disimuladamente intentaba calmar su llanto, hallar un registro vocal que no le delatase y enjugarse sus lágrimas con el dorso de la mano derecha.
—Me refiero a su trabajo habitual…
—¡Oh, eso…! Soy bibliotecario.
—Bibliotecario…, ¡bibliotecario! —exclamó Crowe, gratamente sorprendido—, en ese caso, ¿será un experto en realizar clasificaciones?
—¿Clasificaciones…? Sí, claro, por supuesto…
—¡Es maravilloso! —Crowe se mostró muy satisfecho de su hallazgo—. Tenemos mucho trabajo para usted. Poseemos una gran cantidad de material genético, ya etiquetado, por supuesto, que necesita ser organizado por especies y procedencia. ¿Usted podría hacer ese trabajo?
—Claro que sí, catalogo libros según su temática, su título y su autor. No veo dificultad en hacer lo que usted me pide con tal de que me proporcionen criterios claros acerca de cómo desean que lleve a cabo el trabajo —explicó Germán..
—De acuerdo, entonces. Mientras dure el tratamiento de su hijo, colaborará con nosotros. Después podrá decidir si se queda en nuestro pequeño planeta o regresa a la Tierra. Le recuerdo que no podrá contar nada de sus vivencias con nosotros.
—Lo sé, borrarán mis recuerdos, pero ¿todos? —dudó Germán.
—Todos, no. De un modo selectivo: sólo los que se refieran a su convivencia con nuestro pueblo. De todo esto, por ejemplo, usted y su hijo no recordarán nada. Comprenda que no podemos arriesgarnos a que les cuenten a los demás humanos nuestra expedición. Por lo que sé, probablemente correríamos el riesgo de ser capturados, diseccionados, expuestos en un zoológico o vendidos a cualquier adinerado coleccionista de curiosidades como mascotas o como esclavos.
—Comprendo sus razones. ¡Así somos los terrestres! —intentó justificar Germán, encogiéndose de hombros, como si intentase expresar con un solo gesto que admitía su propia naturaleza humana como algo inmutable, sin posibilidad de redención.
—No, los terrestres, no —le corrigió con suavidad el comandante Crowe, que quiso puntualizar—: Así son los seres humanos.

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