lunes, 17 de mayo de 2010

William Irish: Si muriera antes de despertar

La pequeña que tenía el pupitre delante del mío en el 5º A se llamaba Millie Adams. No recuerdo mucho acerca de ella, porque yo tenía nueve años en ese entonces; ahora voy a cumplir doce. Lo que recuerdo con toda claridad son aquellas sus golosinas y que, de pronto, no la volvimos a ver. Mis compañeros y yo acostumbrábamos molestarla mucho; más adelante, cuando ya fue tarde, deseé que no lo hubiéramos hecho. No era porque tuviéramos nada contra ella, sino porque era una chica. Usaba el cabello peinado en trenzas que le colgaban en la espalda; yo me divertía metiéndolas en mi tintero, o si no, pegándoselas con chicles. Purgué más de una penitencia por ese motivo.
La seguía a través del patio de la escuela, tirándole de las trenzas y gritando: ¡Ding, ding!, como si fueran campanas. En esas ocasiones, ella me decía:
—¡Te voy a acusar a un policía!
—¡Ajá! -le contestaba yo, para desarmarla–. Mi padre es detective de tercer grado.
—¡Bueno, entonces te acusaré a un detective de segundo grado; es más importante que uno de tercer grado!
Esa contestación me fastidió, así que por la tarde, cuando volví a casa le pregunté a mi padre lo que significaba. Mi padre miró un poco avergonzado a mi madre y fue ella la que me contestó.
—No muy superior; se necesita un poco más de experiencia, eso es todo. Tu padre llegará a ser uno de ellos, Tommy, cuando tenga cincuenta años.
Esto pareció mortificar a mi padre, pero no dijo nada.
—Yo seré detective cuando sea grande –dije.
—¡Dios no lo permita! –dijo mi madre. Me dio la impresión que más que hablar conmigo hablaba con mi padre–. Nunca a tiempo para las comidas; levantarse a mitad de la noche. Arriesgando la vida, y la mujer sin saber cuándo lo verá llegar en una camilla o... no lo verá nunca más. ¿Para qué? Por una pensión apenas suficiente para no morirse de hambre una vez que han dado toda su juventud y fortaleza y ya no les sirve más para nada.
A mí me pareció maravilloso. Mi padre sonrió.
—Mi padre fue detective, y yo recuerdo haber dicho las mismas cosas cuando tenía la edad de Tommy, y mi madre le contestaba como tú lo haces. No puedes disuadirlo, está en la sangre; será mejor que te acostumbres a la idea.
—¿Sí? Pues saldrá de la sangre, aunque tenga que usar la parte de atrás de un cepillo para disuadirlo.
A causa de que la molestábamos, Millie Adams adquirió la costumbre de tomar su lunch en la clase, en lugar de hacerlo en el patio. Un día, en el momento en que yo me disponía a salir de clase, Millie abrió la cajita en que llevaba su almuerzo, y yo alcancé a ver los caramelos verdes en el interior de la caja. No eran de los más baratos, sino de los que costaban un níquel cada uno, y los verdes son de limón, mis preferidos. Por ese motivo me quedé y traté de hacer las paces con ella.
—Seamos amigos –le dije–. ¿De dónde sacaste eso?
—Alguien me los dio –me contestó Millie–. Es un secreto –las chicas son siempre iguales; cada vez que uno les pregunta algo, ellas no pueden contestar, porque se trata de un secreto.
Por supuesto que yo no lo creí; Millie no tenía monedas para caramelos, y el señor Beiderman, propietario de la dulcería, no los fiaba nunca, y menos lo iba a hacer con caramelos de 5 centavos envueltos en papel encerado.
—¡Apuesto a que los robaste! –dije yo.
—¡No! –exclamó Millie, indignada–. ¡Te digo que me los dio un hombre! Es muy simpático; estaba en la esquina cuando yo venía esta mañana para la escuela. Me llamó y sacando unos caramelos de su bolsillo me dijo: "Oye, pequeña, ¿quieres un dulce?" Me dijo que yo era la chica más linda que había visto pasar esa mañana, mientras él estaba...
De pronto, Millie se cubrió la boca con la mano y exclamó:
—¡Oh! ¡Me olvidé! Él me advirtió que no se lo dijera a nadie; si no, no me daría más caramelos.
—Déjame probarlo –le dije yo–, y no se lo diré a nadie.
—¿Lo juras?
Yo hubiera jurado cualquier cosa, con tal de probar el caramelo; se me estaba haciendo agua la boca, así que juré y prometí..., y una vez que uno hace estas cosas, ya no las puede repetir a nadie, especialmente si se es hijo de un detective de tercer grado como mi padre. Yo no era como los demás compañeros, y no podía faltar a mi palabra, aunque ésta fuera dada a una chica tonta como Millie, so pena de ser un traidor. Mi padre siempre me decía esto, y él no decía más que la verdad.
Al día siguiente, cuando Millie abría su caja de mediodía, tenía un caramelo de naranja; también éstos son mis preferidos. Por supuesto que no me moví del lado de Millie, y compartimos el caramelo.
—¡Hum! –me dijo en un momento en que se sintió inclinada a hacer confidencias–. Es un hombre simpatiquísimo; tiene unos ojos enormes, y está siempre mirando en derredor. Mañana me va a dar un caramelo de canela.
—Apuesto a que se olvida –dije, pensando en que la canela constituye una de mis golosinas preferidas.
—Me dijo que, si se olvidaba, yo debía recordárselo; además puedo ir con él y tomar todos los que quiera. Tiene una gran casa en el bosque, llena de caramelos, pastillas de goma y tizas de colores..., y puedo traer todo lo que quiera.
—¿Y por qué no lo has hecho? –pregunté, pensando que ninguna chica en su sano juicio debía desperdiciar esa oportunidad, aunque sabía que estaba haciéndose la importante.
—Porque faltaba un minuto para las nueve, y la campana estaba sonando. ¿Quieres que pierda el premio de puntualidad? Pero mañana saldré más temprano de mi casa, y así tendré mucho tiempo.
Cuando salimos, a las tres de la tarde, tuve buen cuidado de mantenerme alejado de ella; no quería que mis compañeros pensaran que me estaba aficionando a las muñecas; pero Millie se me acercó justamente cuando yo empezaba a jugar a la pelota con Eddie Riley. Ya habríamos andado una manzana camino de nuestros hogares (éramos un grupo numeroso), cuando Millie me tiró de la manga.
—Mira –susurró–; ahí está el hombre que me da los caramelos. ¿Lo ves ahí debajo de ese toldo? ¿Me crees ahora?
Yo miré y no encontré nada maravilloso en lo que vi. Era un hombre que vestía un traje raído, y que tenía unos brazos tan largos que le llegaban a las rodillas; me hacía recordar los monos del zoo. La sombra azulada del toldo, medio le ocultaba la cara y los hombros, pero aquellos ojos saltones brillaban a través de la sombra. Con un cortaplumas se estaba escarbando un dedo, y miraba continuamente en derredor, como si no quisiera que nadie viera lo que estaba haciendo.
Yo me sentí avergonzado de que Eddie Riley me viera hablando con una chica; por lo demás Millie no tenía más caramelos. Así que le dije:
—¡Uf! ¿Y a quién le interesa? –rezongué–. ¡Eddie, tírame la pelota!
Por dos veces, Eddie no pudo atajar mis tiros, y en un momento en que él corría tras la pelota, yo aproveché para mirar en derredor; Millie y el hombre iban tomados de la mano caminando calle abajo. De repente, el hombre se separó, y caminó en dirección opuesta, como quien ha olvidado algo. En eso llegó el señor Murphy, el agente de tránsito, y se paró frente a la escuela, como lo hacía siempre a la hora en que salían los alumnos. Eso fue todo.
Al día siguiente, Millie perdió su premio de puntualidad, ya que no fue a la escuela en todo el día.
Dos días después, yo esperaba ansioso la llegada de Millie y toda la cantidad de caramelos que, según me había dicho, iba a compartir conmigo; pero el pupitre de Millie permaneció vacío.
El director de la escuela vino antes de las tres, acompañado de dos hombres vestidos de gris que parecían oficiales de policía. Pero aunque éstos se quedaron en el hall, nosotros estábamos asustados pensando que alguien se había quejado de que habíamos roto el vidrio de alguna ventana; pero no era eso ni nada por el estilo. El director quería saber si alguno de nosotros había visto a Millie Adams camino de la escuela dos días antes.
Una chica levantó la mano y dijo que ella había ido a buscar a Millie ese día, pero no la había encontrado; Millie había salido de su casa más temprano que nunca, a las ocho y cuarto.
Yo estuve a punto de decirles que Millie me había contado acerca de la casa del bosque llena de caramelos; pero recordé que había jurado y prometido y, además, que mi padre era un detective de tercer grado, así que me contuve. Por lo demás, todo eran embustes y lo único que conseguiría sería que me mandaran a un rincón.
Nunca más volvimos a ver a Millie. Un día, más o menos tres meses después de lo que acabo de relatar, vimos a miss Hammer, nuestra maestra, con los ojos enrojecidos como si hubiera llorado; eso fue en el momento en que sonaba la campana. Desde ese día, mi padre faltó, por así decirlo, de nuestro hogar durante una semana; una que otra vez venía a altas horas de la noche para afeitarse y tomar una ducha, y volvía a salir. En una ocasión oí, a través de una puerta, que mi padre hablaba y decía algo de un lunático escapado, pero yo no supe qué quería decir esa palabra; se me ocurrió que hablaba de algún animal, alguna clase de perro, tal vez.
—Si al menos tuviéramos una pista –decía mi padre–. ¡Alguna descripción, un rasgo..., una nada! Si no lo pescamos, volverá a suceder, siempre es lo mismo.
Saltando de la cama, me acerqué a mi padre y le dije:
—Si un tipo da su palabra de honor y el viejo..., el padre de ese tipo es un detective de tercer grado..., ¿quedaría mal si no cumple su promesa?
—Sí –me contestó mi padre–. Sólo los rufianes y los bandidos no cumplen sus promesas.
—¡Es suficiente con un policía en la familia! –exclamó mi madre–. ¡Basta! –yo salí a escape al ver que mi madre tomaba una zapatilla con mucha decisión.
Las contadas veces que esa semana mi padre venía a casa traía los diarios; pero cuando yo los buscaba al día siguiente, siempre les faltaba la primera página. Me daba la impresión de que en esas páginas había una fotografía que ellos no querían que yo viera. En realidad, lo único que a mí me interesaba era la página de los chistes. Pasada esa semana, los diarios volvieron a quedar intactos y mi padre empezó a venir puntualmente a la hora de las comidas.
Pasado un tiempo, los chicos de la escuela habíamos olvidado todo lo concerniente a Millie Adams.
Aprobé mis exámenes en el otoño y en la primavera, y también en el otoño y la primavera siguientes, aunque mis calificaciones no fueran muy altas y bastante bajas en conducta. A mi padre lo único que le interesaba era que adelantara en mis estudios y que no me aplazaran, así que cuando le mostraba mis calificaciones me acariciaba la cabeza y me decía:
—Está bien, Tommy, serás un buen detective; lo llevas en la sangre.
Claro que mi padre me decía estas cosas cuando mi madre no estaba cerca para poder oírnos.
¡Oh! Casi me olvido; mi padre ascendió a detective de segundo grado cuando tenía treinta y cinco años, y no cincuenta, como pronosticaba mi madre.
Recuerdo que mi progenitora se ruborizó cuando mi padre le dio la noticia.
Tuve suerte en 5º B, en 6º A y en 6º B, porque ninguna chica se sentó en el pupitre delante del mío. Pero en el 7º A vino una chica nueva, ya que pasaba de otra escuela; se llamaba Jeanie Myers. Siempre usaba una blusa blanca y el cabello era una mata de rulos castaños sujetos en la nuca.
Me gustó desde el principio, porque sacaba buenas notas, y además me resultaba muy útil, ya que me dejaba mirar por sobre su hombro, y así yo podía copiar las respuestas correctas; en general, las chicas son egoístas, pero ésta era como un buen compañero. Por ese motivo, cuando uno de mis amigos la empezó a molestar, le di un golpe en la nariz; desde entonces se portaron como es debido. Jeanie pensó que debía demostrarme su agradecimiento, y lo tuvo que hacer delante de los demás, cosa que no me gustó mucho.
—¡Tommy Lee, eres realmente maravilloso! –me dijo.
Aparte de que me dejaba copiar sus deberes, era tan tonta como las demás chicas que conociera; tenía algunas debilidades dignas de un bebé. Se volvía loca por las tizas de colores; siempre llevaba algunas consigo, y donde uno veía una pared o una verja marcada con rayas rosas o amarillas, podía tener la seguridad de que Jeanie Myers había pasado por allí. No podía resistir la tentación de marcar todo lo que encontraba a su alcance; parecía que era incapaz de ir a un lugar sin dejar un rastro de su paso, aunque fuera una raya en la acera. Nosotros, los muchachos, también usábamos tiza, pero de la común, blanca; por lo demás, la usábamos para algo útil, como por ejemplo el resultado de un partido de béisbol, o el lugar donde debíamos mantener a un prisionero. Nunca jamás para hacer rayas, como Jeanie, que la mitad del tiempo las hacía sin darse cuenta, cuando iba caminando.
Como Jeanie gastaba en tizas todo lo que le daban, y las de color costaban diez centavos la caja (a veces cometía la temeridad de comprarse hasta dos cajas por semana), me sorprendió verla un día, durante el recreo, desenvolviendo un caramelo de cinco centavos.
Era de color verde, que significaba limón; siendo uno de mis preferidos.
—Ayer tarde –le recriminé– no me quisiste prestar un centavo para caramelos, y ahora veo que te has comprado uno de cinco centavos. ¡Egoísta!
—¡No lo compré! –me contestó–. Un hombre me lo regaló cuando venía esta mañana para la escuela.
—¡Já! ¿Desde cuándo las personas mayores les regalan caramelos a los chicos? –le pregunté yo.
—¡Pues éste lo hizo! Tiene un almacén lleno de caramelos y todo lo que tengo que hacer es ir a buscarlos; no me cobrará nada.
Durante un momento, una sensación rara se apoderó de mí; me pareció que alguien a quien yo conocía obtenía también caramelos gratis. Traté en todas formas de recordar, pero fue inútil... No había sido la semana pasada, ni el mes pasado, ni tampoco el año anterior. En vista de este esfuerzo inútil, alejé el pensamiento de mi mente.
Después de saborearlo un rato, me dio la mitad. Jeanie era realmente muy simpática.
—No le repitas a nadie lo que te he dicho –me observó–; si no, los otros chicos van a querer caramelos también.
Al día siguiente, cuando estábamos en el recreo, Jeanie se acercó y me dijo en voz baja:
—Quédate un momento, después; tengo otro.
Mantuvo su caja tapada, hasta que los otros se fueron; entonces la destapó y me mostró uno de color naranja, que es también de mis preferidos. Una vez en clase me senté al lado de Jeanie, y así compartimos el delicioso manjar.
A ratos yo miraba el pizarrón, en el que no había nada escrito. A toda costa quería atrapar un recuerdo huidizo; era algo relativo a un caramelo de limón, seguido por otro de naranja. Tenía la impresión de haber vivido ya estos momentos. Jeanie se regocijaba:
—¡Cómo me estoy divirtiendo esta semana! Todos los días un caramelo gratis. No sé quién será este hombre, pero es muy simpático. ¿Qué clase de caramelo crees que me dará mañana? ¡Canela!
Sin saber qué me pasaba, yo no pensé más en caramelos, sino que trataba de recordar los nombres de razas de perros; en realidad, nada tenía que ver una cosa con la otra, pero así era. Hasta le pregunté a Jeanie que me dijera algunos nombres, pero ella me dio los que yo ya conocía: airedale, San Bernardo, collie... No, no se trataba de ésos.
—¿No hay una raza cuyo nombre termina en tico? –le pregunté.
—¿Dalmático? –me contestó Jeanie.
—No, tonta, ésos se llaman dálmatas –le contesté con aire de superioridad.
Yo tenía la impresión harto desagradable de que debía hablar con alguien, pero lo peor del caso era que no sabía con quién debía hablar ni qué debía decir. ¿Qué podía hacer yo? En eso sonó la campana de la una, y entonces fue demasiado tarde...
Esa noche tuve una horrible pesadilla; soñé con montones de diarios viejos que estaban tirados por el suelo en algún bosque. A todos les faltaba la primera página. Cuando yo trataba de tomarlos, el brazo de un muerto aparecía por una grieta en la tierra, sosteniendo en la mano un caramelo de canela. ¡Qué susto me llevé! En un momento que pude despertar, me tapé hasta la cabeza.
Al día siguiente, mi madre tuvo que despertarme tres veces, tal era el sueño que yo tenía. Llegué a la escuela justo a tiempo, y cuando me senté la campana terminaba de sonar. La vieja Flagg me miró en forma desagradable, pero no pudo hacer nada.
Cuando recobré el aliento vi delante de mí a Eddie Riley, dos asientos más lejos. El pupitre de Jeanie estaba vacío; aquello me pareció muy raro, ya que nunca había llegado tarde antes.
Flagg me llamó enseguida al frente, y estuve muy ocupado pensando en dónde estaba el ángulo recto de algún maldito objeto. Después de las diez llegó Jeanie acompañada de otra chica que se llamaba Emma Dolan.
Cuando terminó el turno, Flagg dijo:
—Jeanie, esta tarde se quedará castigada por haber llegado tarde; en cuanto a Emma, se lo dejaré pasar por esta vez, ya que sé que tiene a su madre enferma, y usted tiene que ayudar en la casa.
Era la primera vez que Jeanie quedaba castigada y yo la compadecí mucho.
Al mediodía, Jeanie sacó de su caja un caramelo rojo de canela; estaba furiosa.
—¡Tendría un millón de caramelos como éste, si no hubiera tropezado con esa tonta de Emma! –se lamentó Jeanie–. Íbamos al lugar donde él guardaba los caramelos, y tuvo que llegar Emma y echar a perder todo. ¡Cuando él la vio se fue y me dejó sola! Y esta tarde no podré ir, ya que tengo que quedarme castigada.
Como al día siguiente teníamos exámenes, y las respuestas de Jeanie me venían muy bien, yo traté de ser lo más simpático posible con Jeanie, así que le dije para conformarla.
—Te esperaré afuera, Jeanie.
A las tres sonó la campana, y todos los chicos se fueron, menos Jeanie.
Yo me quedé jugando a la pelota solo; la pateaba, la lanzaba al aire y trataba de alcanzarla cuando caía. Hasta que corriendo tras la pelota me alejé más de dos manzanas de la escuela sin darme cuenta. De pronto, la pelota fue a detenerse en los pies de una persona que estaba parada bajo un toldo en la acera.
Me agaché a recogerla, y al levantarme vi que se trataba de un hombre; estaba de pie casi inmóvil, bajo las sombras azules del toldo. Los ojos eran grandes y escrutadores, y los brazos parecían los de un chimpancé, de los que yo había visto en el zoo. No pude darme cuenta qué significaba el movimiento que hacía con los dedos; los abría y los cerraba como si quisiera agarrar algo que se le escapaba.
Apenas si me miró; tal vez los chicos de mi edad no le interesaban. Yo lo miré durante un momento y me pareció haberlo visto antes, en algún lugar; sobre todo esos ojos saltones. Me volví con mi pelota, y él se quedó inmóvil; sólo los dedos estaban en actividad, tal como ya les he dicho.
Tiré la pelota muy alto, y de pronto junto con ella, pareció caerme del cielo un nombre: ¡Millie Adams! Ahora recordaba dónde había visto esos ojos saltones, y quién había compartido los caramelos verdes y naranjas. Él se los daba, y de resultas de estos regalos... Millie no volvió más a la escuela. Ya sabía lo que tenía que decirle a Jeanie; que no se acercara a ese hombre, porque si lo hacía algo le iba a pasar. No sabía qué, pero algo malo era.
Me asusté tanto, que dejé de jugar a la pelota, corrí hacia la escuela y entré; esto nos estaba prohibido fuera de las horas de clase. Empinándome, miré por una ventana.
Jeanie estaba en su pupitre haciendo los deberes, y miss Flagg estaba al frente haciendo algunas correcciones. Sin saber qué hacer, di unos golpecitos en el vidrio para llamar la atención de Jeanie; ésta me vio, pero también miss Flagg, que me hizo entrar en la clase.
—Bien, Tom –me dijo, agria como el limón–, ya que parece que se siente incapaz de alejarse de la clase, será mejor que se siente y se ponga a estudiar. No, ahí no. Al otro lado de la clase, no se ponga tan cerca de Jeanie.
Pasados unos minutos, para que las cosas fueran peor de lo que estaban, miss Flagg dijo:
—Ya puede irse, Jeanie, es suficiente el tiempo que se ha quedado. Trate de ser puntual mañana –cuando vio que yo también me disponía a salir me dijo–: ¡Usted no, jovencito! ¡Quédese donde está!
No pudiendo contenerme más, le grité:
—¡No! ¡No la deje salir, miss Flagg! ¡Oblíguela a quedarse! ¡No la deje! ¡Irá a buscar caramelos y...!
Miss Flagg se enfureció, y golpeando su pupitre me espetó:
—¡Basta! ¡No quiero oír una palabra más! ¡Por cada vez que abra la boca tendrá media hora de castigo!
Jeanie recogió sus libros y yo hice otra intentona.
—¡Jeanie! –le grité–. ¡No salgas! ¡Espérame en el patio!
Ante esta desobediencia, miss Flagg se levantó y acercándose a mí me amenazó:
—¿Quiere que mande llamar al director? ¡Lo mandaré a 6º B si lo vuelvo a oír! ¡Haré que lo echen del colegio por insubordinado! –jamás la había visto tan enojada.
Lo peor era que Jeanie también estaba enojada, y... conmigo.
—¡Traidor! ¡Cuentista! –me dijo por lo bajo, y salió, cerrando la puerta. La volví a ver cuando pasaba frente a la ventana.
Traté en todas formas de hablar con miss Flagg, pero no me dejó. De todas maneras, yo estaba tan excitado que no podía decir nada comprensible.
—Jeanie irá a buscar caramelos y no volverá más..., y las páginas de los diarios, las primeras quiero decir, las suprimirán... –yo estaba llorando, así que difícilmente se podía entender lo que decía. Miss Flagg estaba escribiendo una nota de queja a mi padre.
—¡Igual que Millie Adams, y usted tendrá la culpa...!
Miss Flagg no estaba en la escuela cuando sucedió lo de Millie, así que menos podía entender lo que quería decirle. El resultado de esta escena fue que miss Flagg siguió añadiendo medias horas de castigo, que tuve que cumplir quedándome durante toda esa semana hasta las seis de la tarde. Además, me suspendieron, tuve que ir un día con mi padre..., y un millón de cosas más. Estaba vencido y lo sabía; me quedaba sentado hasta que el sol desaparecía y el patio se cubría de sombras. Entonces era cuando miss Flagg encendía la luz, pero no me dejaba salir ni un minuto antes de las seis.
Cuando salía, las calles estaban oscuras y desiertas; sólo un arco de neón en la esquina. Durante las horas de sol, en esa misma esquina había un toldo extendido de color azul; pero durante mis días de castigo el toldo estaba recogido, y ningún hombre estaba parado mirando en derredor con ojos saltones. Siempre sentía algo raro en la espalda cuando pasaba por ese lugar.
Un día, en lugar de irme a casa fui primero a la de Jeanie; antes de entrar, miré por las ventanas para ver si la divisaba. El interior estaba iluminado y vi a la madre de Jeanie y a la hermana menor. La señora miraba continuamente por la ventana y así fue como me vio.
—Tommy, ¿has visto a Jeanie? Es muy tarde para que esté fuera de casa; creo que ha ido a casa de Emma. Si la ves, ¿quieres decirle que venga enseguida? Son las seis pasadas, y no me gusta que se quede tan tarde...
Yo me sentí enfermo, pero no me atreví a confesarle mis temores. Le contesté en forma indiferente:
—Sí, señora –y salí corriendo como alma que lleva el diablo.
Emma vivía muy lejos; pero tenía que ir, aunque fuera para convencerme de una cosa que ya sabía. Jeanie no estaba en esa casa. Emma en persona salió masticando pan, y me dijo que Jeanie no iba nunca a su casa. Si al menos la familia de Emma hubiera tenido teléfono, me habría ahorrado el viaje. No me quedaba otro remedio que irme a casa.
En realidad, tenía miedo de llegar, ya eran las siete pasadas. Mi padre había llegado, la cena estaba lista. Me pareció que mis padres, además de disgustados conmigo, estaban algo asustados.
No pude sacarles una sola palabra acerca de Jeanie. En cuanto abrí la boca para hablar del castigo, que sólo era la primera parte de lo que quería decir, mi padre se enojó conmigo y me envió a mi cuarto. Yo insistí, pero en eso vio la nota de miss Flagg, y aquello fue el acabose. Formó un alboroto, y me encerró con llave por el lado de afuera.
Yo era el único que sabía algo; pero nadie me escuchaba ni me creía, ni siquiera quería ayudarme. No podía contar con miss Flagg, o con la madre de Jeanie ni mucho menos con mi padre, al que yo consideraba un hombre normal. Ahora ya sería tarde; me senté al borde de la cama, sujetándome la cabeza con las manos.
Oí la campanilla del teléfono, y después de un momento la voz de mi madre que decía:
—¡No, no, Tom! ¡No puede ser...! –dijo con voz aterrorizada.
—¿Y qué otra cosa puede ser? El jefe dice que encontraron sus libros tirados en un paraje. Te dije que volvería a suceder si no lo pescábamos..., la primera vez.
¡Yo sabía que hablaban de Jeanie!
Me acerqué a la puerta y empecé a golpear y a gritar.
—¡Papá! ¡Déjame salir un minuto! ¡Yo te puedo describir a ese hombre! ¡Lo he visto con mis propios ojos! –pero la puerta de calle se cerró antes de que terminara de explicar lo que sabía; me supuse que mi madre también se había ido para consolar a la señora Myers. Seguí golpeando, aunque sabía que en la casa no había nadie más que yo.
Sin saber qué hacer, me volví a sentar al borde de la cama, con la cabeza entre las manos, pensando en qué forma iban a pescar al hombre si no lo habían visto en su vida. ¡Yo lo conocía y no me querían dar la oportunidad de decirlo! ¡Tenía que quedarme encerrado, yo, el único que sabía cómo eran las cosas!
El pensar en Jeanie me dio miedo, a pesar de estar en mi propia casa. Trataba de imaginarme qué le podría hacer a Jeanie un hombre como ése; algo terrible, con toda seguridad; si no, no hubieran llamado a mi padre después de terminar su tarea diaria.
Me levanté y, con las manos en los bolsillos, fui a mirar por la ventana. ¡Qué oscuro estaba todo! La calle solitaria, apenas iluminada por un farol en la esquina. Otra vez pensé en Jeanie, sin tener a nadie junto a ella para que la ayudara. Sin darme cuenta de lo que hacía saqué una cantidad de objetos de los bolsillos: bolitas, clavos, fósforos..., y un trozo de tiza...
Permanecí mirando la tiza y recordando cómo Jeanie siempre...
Levanté la hoja de la ventana, y pasando una pierna por el alféizar empecé a apoyarme en la cañería. Vivíamos en el segundo piso de una casa de departamentos. Tal vez una persona mayor hubiera tenido mucho trabajo para bajar, pero yo con mi poco peso y la ayuda de una enredadera, me deslicé sin mayor dificultad.
Una vez en la calle, salí corriendo, por las dudas de que llegara mi madre; no tenía temor de encontrarme con mi padre, ya que cuando lo llamaban por la noche, pasaban días antes de que volviera a aparecer por casa. Una vez que me alejé del camino que seguía Jeanie, se me acabó la preocupación de que me pudiera encontrar con algún conocido.
Recorrí el camino que hacía todas las mañanas para ir a la escuela, aunque, claro, nunca lo había hecho de noche. Pero no llegué hasta el edificio, sino que me detuve dos manzanas antes, en el lugar del toldo. Todo era diferente a esa hora, las casas me parecían negras y no se veía ningún chico..., sólo yo.
Empecé a reflexionar y me dije: "Jeanie compró una caja de tizas anteayer; lo sé porque vi un trozo entero cuando salimos a las tres". Pero aquello no servía, ya que las gastaba muy de prisa. ¿Y si hoy no le hubiera quedado nada?
Doblé por la esquina del toldo, mirando las paredes; no se veía ninguna marca, pero eran más bien vidrieras y puertas, así que no constituían lugar propicio para marcarlas con tiza. Anduve por toda la manzana sin encontrar marcas, hasta que al fin me dije: "Tal vez fuera por el centro de la calle, y mal podía dejar marcas en el aire".
Al llegar a la esquina estaba por volverme, cuando vi una boca de riego que tenía una marca de tiza color rosa alrededor. ¡Eso quería decir que Jeanie había pasado por ese lugar en algún momento de ese mismo día, ya que su casa quedaba en sentido opuesto!
Me puse contento. ¡Ya sabía que iba a dar resultado el buscarla de aquella manera! "¡Apuesto a que la voy a encontrar!" Por un momento, hasta me olvidé de que estaba asustado. Lo que estaba haciendo se parecía a nuestros juegos de niños de guardias y ladrones. Seguí caminando por la otra cuadra y en ésa también había muchas vidrieras; pero encontré un tacho de desperdicios, olvidado seguramente, que también tenía una raya de tiza de color rosa alrededor.
En la cuadra siguiente no había nada, a pesar de que había lugares muy a propósito para garabatearlos; Jeanie no había pasado por ese lugar, así que decidí cruzar a la otra acera. Allí, en un poste de alumbrado, había una marca casi invisible. Ya no me cabía duda de que la suerte me acompañaba.
Caminé unas cuantas cuadras, siempre encontrando alguna marca; hasta que, de pronto, desaparecieron. Busqué y rebusqué, pero no, no había más. ¿Se le habría terminado la tiza? ¿O él la había visto y se la había quitado? No, Jeanie no se separaría jamás de semejante tesoro y, además, ésa era la avenida Allen, muy concurrida durante el día. El hombre no se iba a arriesgar a ser grosero con ella delante de otras personas.
Empecé a caminar hacia la izquierda; sé que a la izquierda está el corazón, y seguí en esa dirección. Era que había lugares muy adecuados para garabatearlos; las casas estaban viejas y descuidadas, pero las marcas de tiza eran maravillosas. Había demasiada tiza, eso era lo malo. Todas las paredes estaban garabateadas y en algunas estaban escritas las palabras que, cuando uno las dice, le lavan la boca con jabón. Pero era tiza blanca, no era la tiza de Jeanie. De pronto, volví a encontrar su rastro; era una raya que sólo se interrumpía cuando había una puerta o una ventana. Era tiza amarilla. Seguramente se le habría acabado la tiza roja, y había empezado con la amarilla.
Era tan difícil de seguir que empecé a correr en lugar de caminar. Mejor no lo hubiera hecho; de pronto, en mi loca carrera, llegué a un pequeño paraje donde había varios hombres. Un auto estaba estacionado en la esquina, con los faros encendidos. Pero lo que más me asustó fue que uno de esos hombres era mi padre, y estaba parado en medio de los otros. ¡Qué salto di hacia atrás! Felizmente, estaba de espaldas a mí, así que no me vio. Oí que decía:
—... por alguno de estos lugares. Cuanto antes empecemos a registrar las casas, mejor será.
Uno de los hombres tenía un libro de los que usamos en el colegio, con el nombre escrito en la parte interior de la tapa. Me pareció que era un libro de aritmética.
Me escondí del otro lado del auto, tratando de evitar las luces; la raya de tiza amarilla seguía sin interrumpirse.
Me moría de ganas de encararme con mi padre y decirle: "Papá, no tienes más que seguir esa raya y encontrarás a Jeanie".
Pero no tuve valor, si me llegaba a ver en la calle a esas horas y especialmente después de haberme dejado encerrado, era capaz de darme una paliza delante de todos esos hombres. Así que no tuve más remedio que seguir solo, en la oscuridad de aquel paraje, tras la línea amarilla, y deseando fervientemente que mi padre no se enterara jamás de que yo había pasado por aquel lugar.
No me explicaba por qué Jeanie había tirado los libros; no era tan tonta como para hacer semejante cosa con algo que era propiedad de la escuela, y la prueba de que nada le había pasado era que la raya de tiza continuaba como si tal cosa. La única explicación que encontraba al asunto de los libros abandonados era que tal vez el hombre se ofreció para llevárselos para que Jeanie no se cansara, y en un momento en que ella se distrajo, él los había tirado, pensando que la chica no los necesitaría más. O también podía ser que el hombre le dijera que, como iban a volver pronto, los dejarían allí para recogerlos después.
Pero caminaron mucho, y yo me convencí de que Jeanie jamás se dio cuenta de que sus libros habían quedado abandonados. De pronto, las casas fueron espaciándose hasta que no había más que terrenos baldíos; tampoco había lugares propicios para marcarlos con tiza. Había llegado al límite de la ciudad; el camino seguía, pero ya no había aceras.
Nunca había estado antes por aquellos andurriales, y estaba bastante asustado. La última casa que pasé tenía una marca de tiza, la continuación de la línea debió quedar en el aire, así que me propuse seguir esa línea imaginaria; las perspectivas no me halagaban, ya que el camino era malo y lleno de piedras, además, tenía que arreglármelas para esquivar los contados autos que pasaban.
Algo más lejos (a mí me pareció como a una milla) vi una empalizada de madera; cuando llegué, y tardé bastante tiempo en llegar, me alegré de haberlo hecho. Los soportes de la empalizada, que eran más o menos de mi altura, estaban marcados con tiza amarilla. Hasta esta distancia, Jeanie había permanecido fiel a su costumbre; en horas de la tarde, este lugar debía ser muy solitario; ahora era terrible. Ese camino desierto, con la negrura del campo a los costados, y los altos pastizales susurrando agitados por el viento. Había postes de alumbrado, pero estaban muy lejos uno del otro, así que los trechos oscuros me resultaban muy largos. Todos los postes estaban señalados, lo que quería decir que él tuvo miedo de pedir a alguien que los llevara.
Miré por sobre mi hombro, y las luces de la ciudad eran apenas un resplandor que se reflejaba en el cielo. ¡Qué deseos tenía de volverme! Pero seguía pensando: "No querría estar en los zapatos de Jeanie". Y siendo yo el único que sabía dónde estaba la pobre, ¿cómo me iba a volver atrás? Así que continué en la brecha.
Algo peor me esperaba más adelante; algo en que no quería ni pensar. ¡Los bosques! Eso era lo más negro de todo lo negro que se me iba acercando poco a poco. Era como una gran muralla, que a medida que yo me aproximaba se iba haciendo más alta. ¡Los bosques! Al fin me cercaron y me rodearon como apretándome. Di una última mirada al lugar donde estaría mi padre, y respirando hondo, penetré en los bosques. El camino seguía por el centro y, con las luces, aquella aventura no me resultó tan terrible, después de todo; eso sí, tuve buen cuidado de no mirar más que adelante. Quizá viera algo que no quería ver. En realidad, tenía tanto miedo que lo único que me sentía capaz de hacer era seguir adelante.
Había una marca de tiza en el siguiente poste de alumbrado; en el próximo no... En algún lugar por allí acerca se habían desviado de su ruta. Yo pensaba: "¿Tendré que internarme entre esos árboles? ¿Y si hay alguien detrás de alguno de ellos, y me salta encima?" Más que asustado me sentía aterrorizado; me parecía que iba a morir sin remedio si me internaba entre esos árboles. Si al menos Eddie Riley estuviera conmigo; pero estaba tan solo...
Probablemente hubiera estado toda la noche tratando de tomar una determinación, pero algo la tomó por mí. De pronto oí un ruido áspero entre los árboles y vi los faros de un auto que venía por el camino. Antes de darme cuenta de nada, salté hacia un lado para que no me atropellara; me pareció que iba a una velocidad fantástica.
El crujido de los frenos me indicó que el auto se había detenido en algún lugar del camino; escondiéndome detrás de un árbol, oí la voz de una mujer que decía:
—¡Te digo que no era un animal! ¡Le vi la cara! ¿Qué andará haciendo una criatura sola de noche por estos lugares? A ver si lo encuentras, Frank.
La puerta del auto se abrió y un hombre vino hacia mí, llamándome.
—¡Ven, pequeño; no te vamos a hacer nada! ¡Ven!
Yo deseaba ardientemente correr hacia ese hombre y decirle: "¡Por favor, señor, lléveme con usted!" Pero yo debía pensar en Jeanie y no en otra cosa.
Cuando se acercó más, di media vuelta y salí corriendo de miedo a que me fuera a atrapar y me impidiera encontrar a Jeanie; así fue como me interné en el bosque. Una vez que me alejé un poco, me detuve conteniendo la respiración, no fuera cosa que me oyera. El auto reanudó la marcha y alcancé a divisar entre los árboles la luz roja de su parte trasera.
Cuando uno está en el interior de un bosque, los árboles no son tan tupidos como parecen vistos desde afuera; mi situación era bastante desagradable, pero no tan mala como si estuviera en una jungla o algo por el estilo, como uno lee en los libros. Unos minutos después sucedió algo raro; las copas de los árboles se pusieron rojas, como si se estuvieran incendiando. Poco a poco, ese color rojo fue descendiendo. Al rato, el color se transformó en blanco; entonces me di cuenta de que era la luz de la luna llena. Por un lado, yo estaba mejor que antes, ya que podía ver bien por dónde caminaba; pero, por otro, estaba peor, ya que veía una cantidad de sombras raras que antes no veía, cuando me rodeaba la negrura. Ahora veía demasiado...
Penetré en el bosque sabiendo que no volvería a ver el camino, pero estaba demasiado asustado para preocuparme de ello. De vez en cuando me parecía ver algo, y salía corriendo... en dirección contraria. En una de esas corridas tropecé con una cosa que brillaba a la luz de la luna; lo que vi apresuró los latidos de mi corazón.
Tirada en el suelo, estaba la caja en que Jeanie llevaba su almuerzo a la escuela. Seguramente, pensó traerla llena de caramelos. En ese momento, tuve la certeza de que Jeanie, al llegar a ese lugar, no siguió caminando por su propia voluntad. Seguramente, el hombre le estuvo hablando todo el camino para entretenerla y para que no se diera cuenta de que se iban internado en el bosque y cada vez más lejos. Pero aquí era donde Jeanie había notado que algo andaba mal. Además de la caja, encontré otras cosas; me costó un poco de trabajo, pero encontré dos pedazos de tiza que alguien había pisado y estaban rotos; también encontré la cinta que Jeanie llevaba atada a la cintura; el lazo estaba roto, como si se le hubiera enganchado al querer escapar. "¡Oh, Jeanie!", pensé yo. "¿Te habrá matado?" Un poco más adelante de la negrura en que me encontraba, descubrí un sitio iluminado por la luz lunar; corrí hacia él, apretando en mis manos los efectos de Jeanie. Cuando llegué, supe que ése era el lugar. No veía nada ni oía nada que me lo indicara, pero lo supe, parecía que ese sitio me estuviera esperando. Era un lugar más espacioso que el anterior y en el centro había una casa vieja en estado de abandono; las ventanas no tenían vidrios y parecía deshabitada desde mucho tiempo atrás. Quizás alguna vez fuera una granja; había árboles grandes en la parte posterior, y por delante la ocultaban árboles pequeños. A la luz de la luna, el viejo edificio parecía decirme: "Ven, pequeño, acércate", para poder devorarme luego.
Di un rodeo, evitando los árboles; ojos misteriosos parecían mirarme desde las negras bocas de las ventanas, esperando que me acercara. Al fin me decidí y me acerqué al lugar en que la casa proyectaba su sombra; allí no me podía traicionar la luz de la luna. Me acerqué a una de las ventanas para escuchar; no podía oír nada a causa de los latidos de mi corazón. Lo más bajo posible susurré:
—¿Estás aquí, Jeanie?
Casi me caí muerto después de hablar, pero no oí nada. No me atrevía a ir a la puerta principal, porque la luz de la luna daba de lleno en ese lugar; por lo demás, el porche estaba oscuro como boca de lobo. Sin pensarlo más, me subí a una ventana, tratando de no hacer ruido; en realidad, soy muy bueno en materia de escalar paredes. Una vez adentro, no pude ver absolutamente nada. El edificio me parecía seguir en actitud de espera; pero nada se movió ni hizo ruido alguno. A horcajadas en la ventana, tiré unas piedritas para ver qué pasaba, pero al no suceder nada, me decidí a entrar en aquella pieza o lo que fuera.
Esperé que unas manos me atraparan, pero no pasó nada; poco a poco vi que la luz de la luna iluminaba el frente de la casa, y ella me sirvió de guía. Pasé por un hueco en el que alguna vez hubo una puerta y me encontré en una especie de hall muy iluminado por la abertura de la puerta y por la claraboya que había en el techo; a un costado vi una desvencijada escalera que se perdía en la oscuridad.
Puse la mano en el pilar del pasamanos, armándome de valor; subí despacio, deteniéndome en cada escalón. Estos crujían y en un momento dado me pareció que la maldita casa se venía abajo, pero no pasó nada, ni nadie apareció; yo estaba con la lengua afuera del susto. La casa seguía a la expectativa.
Cuando llegué arriba, encontré a un lado una puerta cerrada; al menos había una puerta; la fui empujando para abrirla. Yo me decía que si alguien estaba detrás de ella, ya me habría oído hacía rato. Estas reflexiones las hacía para conformarme. (Ojalá no hubiera nadie.) Y al fin miré al interior por la abertura.
La pieza debía estar iluminada por la luz de la luna, pero tenía las persianas bajadas sobre las ventanas y sin vidrios. Unos rayitos de luz penetraban por las persianas. Me atreví a susurrar:
—¿Estás ahí, Jeanie? –esta pregunta la hice una vez en cada pieza; en la última, alguien tosió en respuesta a mi pregunta. Me tapé la boca con la mano para no gritar. Transpiraba como si fuera verano, a pesar de estar en pleno invierno. De pronto, me quedé helado, al volver a oír la tos. Parecía la tos de una criatura, y reuniendo el poco valor que me quedaba me apoyé en la puerta para reprimir el deseo de correr escaleras abajo. Pensándolo bien, me parecía más bien un pedido de socorro.
En el suelo había un montón de desperdicios, o lo que fuera; volví a llamar un poco más fuerte: –¡Jeanie! –en el colmo de mi desesperación, los bultos o lo que fuera, que había en el suelo, empezaron a moverse. Me parecía que de ese promontorio salían ratas... o víboras. Me sujeté firmemente de la puerta para no caer redondo al suelo.
Lo que salió de ese promontorio fueron dos pies; dos pies pequeños. Uno era negro, porque tenía una media puesta; el otro era blanco y estaba sin media. El miedo se me pasó repentinamente, porque sabía. Aun en la semioscuridad podía ver la blusa; el motivo por el cual tosió era que tenía una mordaza.
Corrí un buen riesgo y encendí un fósforo; podría haber subido las persianas, pero eso me iba a llevar más tiempo. La luz del fósforo nos indicó que no había nadie más que nosotros en la habitación. Los ojos de Jeanie brillaban, pero estaban ojerosos de tanto llorar. Observé el nudo de la mordaza y después apagué el fósforo; necesitaba las dos manos para deshacer el nudo.
Me fue bastante bien, ya que soy diestro en esta clase de cosas. Jeanie tenía las manos atadas a la espalda y los pies sujetos en forma muy apretada; las manos me resultaban algo pequeñas para esta faena. Me pareció que pasaban siglos mientras terminaba; a cada momento tenía el presentimiento de que unas manos se posesionaban de mi cuello.
Pasándole el brazo por la espalda, la ayudé a sentarse; Jeanie lloró un poco más, tal vez porque ya había adquirido la costumbre.
—¿Hacia dónde se fue? –le pregunté.
Entre sollozo y sollozo salió un hilito de voz.
—N-o... sé –me contestó al fin Jeanie.
—¿Hace mucho que no lo ves?
—Desde que apareció la l-u-n-a.
—¿Salió de la casa?
—Me pareció oír sus pasos afuera.
—Tal vez se ha ido para siempre –dije esperanzado.
—No... Dijo que iba a cavar un pozo y... que volvería después... para...
—¿Para qué?
—Para matarme con ese cuchillo; me arrancó un pelo y delante de mí probó en él el cuchillo, para ver si estaba bien afilado.
Los dos miramos a nuestro alrededor poseídos de un terror inimaginable.
—Salgamos de aquí. ¿Puedes caminar? –dije de pronto.
—Tengo las piernas dormidas –dijo Jeanie.
Al ponerse de pie, una de sus piernas se le dobló y yo la sujeté para que no cayera.
—Apóyate en mí –le aconsejé.
Salimos de la pieza y después bajamos la escalera, llegando al hall iluminado por la luna. ¡Si alcanzáramos a salir!
Caminamos lo más silenciosamente posible, y la circulación en las piernas de Jeanie se iba restableciendo poco a poco, así que nuestro avance era cada vez más fácil.
—No hagas ruido, puede estar esperándonos –le advertí.
De pronto, sucedió lo que me temía. Un estruendo que pareció el disparo de un revólver nos dejó paralizados. La tabla en que estábamos parados se dobló quebrándose en dos. Lo peor de todo fue que uno de mis pies quedó aprisionado y no lo podía sacar.
Trabajamos como si fuéramos un regimiento, Jeanie y yo, para sacar mi pie del cepo en que había quedado atrapado; lo tenía encajado de tal forma que ni siquiera podía sacarlo quitándome el zapato.
Al final renunciamos y nos sentamos en el penúltimo escalón, resignándonos a nuestra suerte... y a esperar.
—Jeanie, vete –le decía yo–. Vete mientras puedas, y sigue el camino a la luz de la luna...
Jeanie se me pegaba como si fuera de engrudo, y me decía:
—¡No, no! No me voy sin ti. Si tienes que quedarte yo me quedaré también. No sería justo.
Estuvimos un rato sin cambiar una palabra, escuchando..., escuchando con toda atención. De vez en cuando, tratábamos de animarnos diciendo cosas que sabíamos no eran ciertas.
—Tal vez no vuelva hasta que sea de día y para entonces alguien nos habrá encontrado.
—¿Pero quién iba a venir a una casa abandonada en medio del bosque?
Él era el único que conocía la existencia de aquella casa.
—Tal vez no vuelva más.
Pero si no pensaba volver, no se habría tomado el trabajo de atarla de esa manera; los dos sabíamos esas cosas.
—¿Por qué crees que lo hizo? Yo nunca le hice nada malo –me dijo Jeanie una vez.
Yo recordé algo que había oído decir a mi padre en ocasión de la desaparición de Millie Adams.
—Es un camótico escapado o algo por el estilo.
—¿Te hicieron algo a ti? –preguntó Jeanie.
Yo sólo sabía que mucho tiempo después la habían encontrado en el bosque bajo unos diarios viejos. Pero eso no se lo podía contar a una chica como Jeanie.
—Me parece que en la escuela te van a embromar mucho después –le dije en son de broma.
—Él no hacía más que beber de una botella y cantar en forma desafinada; después me mostró qué afilado estaba el cuchillo, y para eso me cortó uno de mis rizos, y se lo envolvió en un dedo.
Oímos pasos sobre el pedregullo fuera de la casa, y nos abrazamos tan fuerte que parecíamos una sola persona.
—¡Rápido, corre! –le dije al oído.
Jeanie estaba tan asustada que no pudo hablar; solamente sacudió la cabeza.
Pasó un momento en el que todo fue silencio, y nos hablamos en voz baja.
—Tal vez fue algo que cayó de los árboles.
—A lo mejor se queda afuera...
Los dos vimos la sombra al mismo tiempo; la luz de la luna le daba de lleno, y parecía que estaba parado en la puerta del frente, escuchando. Al principio no se movió; yo veía con toda claridad sus hombros y su cabeza.
Nos apretamos contra la pared, tratando de permanecer a la sombra; pero mi pie no salía de su fastidiosa posición, y la blusa de Jeannie era muy blanca.
La sombra empezó a moverse y a acercarse, se iba agrandando como una mancha de tinta sobre el papel secante. Al fin me pareció muy larga, como si usara zancos. Ahora estaba en el hall; él, no su sombra.
—Esconde la cara en mi hombro, no lo mires, así tal vez no nos vea –le dije con la boca pegada a la oreja. Yo miraba a través del cabello de Jeanie.
El piso crujió un poco, lo que me dio a entender que el hombre empezaba a caminar..., y tal vez a subir la escalera. Parecía un gato, tan furtivos eran sus movimientos. No nos había visto todavía, ya que venía de la claridad de la luna. Paso a paso se iba aproximando a nosotros. Jeanie quiso volver la cabeza, pero yo se la sujeté.
De pronto, el hombre se detuvo, y quedó inmóvil. Seguramente, había visto la blusa de Jeanie. Oímos un chasquido y una luz amarillenta nos iluminó; no era muy brillante, pero sí lo suficiente para vernos.
Yo tenía razón, era el hombre que se paraba bajo el toldo. ¿Pero de qué me servía eso ahora? ¡Esos largos brazos, los ojos saltones!
El tipo sonrió, y dijo:
—¿Así que mientras me alejé vino un muchachito? ¡Y no pudieron escapar...! ¡Ja, ja! –el individuo subió otro escalón–. No me gustan los pequeños, pero ya que se tomó el trabajo de venir, tendré que hacer la fosa un poco más grande.
Yo quise sacar el pie de su incómoda posición y al mismo tiempo alejarme lo más posible de aquel monstruo. Jeanie parecía un ovillo a mi lado. Haciendo un esfuerzo, encontré voz para hablar.
—Váyase, déjenos solos! ¡Salga!
El hombre se acercó más, y ya se inclinaba sobre nosotros cuando yo grité:
—¡Papá! ¡Ven pronto! ¡Papá!
—¡Sí, llama a tu papito! –dijo alargando uno de esos largos brazos, como para tirar de la blusa de Jeanie–. Llama a tu papito. Te encontrará cortado en pedazos; le mandaré por correo un trozo de oreja tuya.
Yo ya no sabía lo que hacía. Empecé a golpear al hombre con la pierna que tenía libre, mientras sostenía a Jeanie en los brazos. Mi pie lo alcanzó en el estómago en forma inesperada para él; lanzó una exclamación: –¡Uf!
El match continuó; la escalera crujía, produciendo ruidos como fuegos artificiales o una andanada de cañones. En esto resbaló y cayó rodando por la escalera, levantando una nube de polvo. Cuando por fin pude ver algo, observé que a la escalera le faltaba un buen trecho, aunque no muy grande como para no poder saltarlo; la baranda estaba colgando, y lo mejor de todo era que mi pie estaba libre al fin.
El hombre yacía al pie de lo que fuera una escalera, pero no parecía muy mal herido, ya que estaba tratando de incorporarse. Buscó algo apresuradamente en los bolsillos, y en una mano apareció un objeto que brillaba.
—¡Pronto, Jeanie, mi pie ya está libre! –le grité, y los dos salimos corriendo usando las manos y los pies.
Nos metimos en la pieza en que había estado Jeanie y cerramos la puerta. El hombre tenía que subir despacio para que la escalera no se derrumbara, así que tuvimos tiempo de buscar cosas pesadas con que apuntalar la puerta; desgraciadamente, no había nada que pesara mucho; sólo encontramos dos cajas vacías.
No podíamos saltar por la ventana porque era muy alta, y Jeanie se hubiera lastimado; yo mismo me habría roto un brazo en la intentona. Por lo demás, para entonces el hombre ya estaría arriba.
Tomando los dos cajas, las pusimos una sobre otra, y nosotros nos apoyamos en ellas para hacer peso. Podíamos oír al hombre subiendo con cautela mientras juraba y nos maldecía. Pasado un momento, pudimos oír cómo su ropa rozaba la fina pared que nos separaba. Al llegar arriba soltó una carcajada escalofriante y empezó a empujar la puerta; ésta cedió un poco, pero nosotros la soportábamos con todas nuestras fuerzas.
Volvió a darle un empujón, pero esta vez no la pudimos cerrar del todo; yo sentía su aliento, tan cerca de nosotros estaba.
—¿No deberíamos rezar? –me preguntó Jeanie.
—Sí –le contesté yo, mientras seguía empujando.
Jeanie empezó a orar a mis espaldas.
—Si yo muriera antes de despertar, ruego a Dios, que...
El hombre empujó más fuerte y esta vez se podía decir que la puerta estaba casi abierta del todo; yo no podía más. Uno de los brazos de aquel monstruo pasó por la abertura, como para alcanzarnos.
—¡Reza más fuerte! ¡Oh, Jeanie, reza para que te oigan! ¡No puedo más...!
La voz de Jeanie se elevó en un grito.
—¡Si yo muriera antes de despertar...!
El último empujón fue el final de todo. Rodamos por el suelo, Jeanie, yo, las cajas, la puerta... Esto nos dio un momento de alivio, porque el hombre fue a parar al centro de la habitación, perdió un instante antes de incorporarse. Yo le lancé una de las cajas, y Jeanie y yo nos separamos; él la siguió, blandiendo el cuchillo. Yo me iba para el hall, pero tuve que volverme. Jeanie se había equivocado, y el hombre la tenía acorralada. Lo único que hacía la pobre era correr de un lado para otro frente a las ventanas; el tipo brincaba de un sitio a otro con el cuchillo en la mano. Jeanie y yo gritábamos como locos; aquella casa, tan tranquila unos momentos antes, parecía ahora un manicomio.
Tomando una de las cajas se la lancé con todas mis fuerzas; le dio en la nuca y por un momento estuvo como atontado. Pero la caja no pesaba mucho, ya que estaba vacía. Se volvió hacia mí, furioso.
—¡Dentro de un minuto me ocuparé de ti! –me gritó.
Al decir esto revoleó los brazos queriéndome atrapar como si yo fuera un mosquito.
Con el dorso de la mano alcanzó a pegarme en la cabeza; a consecuencia del golpe fui a dar contra la pared. Vi un cometa con una cola muy larga en el momento en que me deslizaba al suelo. Lo último que alcancé a ver fue al hombre en el momento en que le cubría la cabeza a Jeanie con una de las bolsas que habíamos visto antes. El cometa se fue haciendo cada vez más brillante, hasta que pareció dividirse en varios, pero esta vez los veía por la abertura de la puerta; después vi unos hombres que llevaban unas linternas como la que usa mi padre, y hasta me pareció que uno de ellos era él. Pero no, no podía ser; todo era producto del mareo. Me quedé dormido, deseando despertar a tiempo para salvar a Jeanie.
Cuando desperté, me pareció que estaba flotando entre el suelo y el techo; lo mismo le sucedía a Jeanie. Me parecía que los dos nos balanceábamos en el aire. Pensé que estábamos muertos y convertidos en ángeles. La realidad era otra. Un hombre tenía en los brazos a Jeanie y otro me tenía a mí.
—Cuidado con las escaleras –dijo uno de ellos.
Ninguno de los que venía era mi padre; de pronto, lo vi, manoteando con un cuchillo en la mano, mientras uno que estaba con él trataba de sujetarlo. Mi padre decía:
—¡Qué lástima que no llegué antes! ¡Difícilmente lo hubiera dejado vivo! ¡Sin testigos delante...!
A Jeanie y a mí nos llevaron al médico en cuanto llegamos a la ciudad; dijo que estábamos bien, sólo que, durante un tiempo, tendríamos pesadillas. Yo me pregunté cómo sabía de antemano qué clase de sueños tendríamos. Cuando volvimos a casa le pregunté a mi padre:
—¿Estuvo mal lo que hice? ¿Cómo me porté?
Mi padre se sacó la insignia y me la prendió en mi pijama.
—Pareces un detective –fue todo lo que me contestó.
¡Ah! Casi me olvido de decir una cosa: a Jeanie no le gustan más los caramelos.

Marisol Llano Azcárate: Recolectores de ADN

“¿Fue verdaderamente el humilde pescador Sam Brandon el primer escocés que vio aquella misteriosa isla que no figuraba en ningún mapa o él solamente difundió el extraño espejismo?
”¿Quién fue el primero que contó la historia del monje San Brandán, que llegó a las islas Afortunadas y, continuando su viaje, arribó a una isla que en verdad no era tal, sino un monstruo marino?
”A medida que la leyenda de la isla de Sam Brandon o de San Brandán va trasladándose hacia latitudes meridionales, su nombre evoluciona hasta llegar a aguas subtropicales con el curioso nombre de San Borondón.
”Muchas personas afirman haber visto la isla, especialmente desde alguno de los aviones, avionetas o helicópteros que sobrevuelan el espacio de mar que media entre El Hierro y La Palma.
”Los pilotos aéreos guardan celosamente todo un historial de avistamientos de una isla duende que puede observarse con claridad en ocasiones y no existe en otras. ¿Se trata de un espejismo?, ¿es, efectivamente, una ilusión óptica?, ¿se debe prestar oído a quienes afirman que, sin duda, se trata de una nave extraterrestre?, ¿o a quienes aseguran que existe una civilización submarina, desconocida para nosotros, que comparte discretamente nuestro planeta y de cuando en cuando sale a la superficie?
”Nadie ha encontrado hasta el momento la respuesta… Sin embargo, hay quien sospecha que la solución de este interrogante está en el mar, quizá en sus inexploradas profundidades, pero no hay curiosos con valentía suficiente para arriesgarse a esta difícil búsqueda de la que no se tiene asegurado el retorno…
”No obstante, ¿hay algo más habitual que un submarinista se sienta perdido o desorientado y no sea capaz de regresar? ¿Cuántos han vuelto contando extrañas visiones de seres sorprendentes que se movían ágilmente bajo el agua? ¿Y cuántos casos más pueden presumirse en que la vergüenza de confesar el miedo y la confusión ha ocultado lo que han visto o sentido en las profundidades submarinas?”
Germán leyó este fragmento del extenso artículo periodístico y miró hacia su izquierda para observar a su hijo Carlos, que respiraba acompasadamente con los ojos cerrados, con la cabeza apoyada al lado de la ventanilla. Observó con ternura que todavía tenía el mismo aspecto que el niño con gafas de ligera y juvenil montura metálica de cuando tenía diez años y se las había probado por vez primera y, al igual que en aquel tiempo, le habían resbalado sobre la naricilla respingona y estaban a punto de caer. Se las quitó, con cuidado de no despertarlo, y las guardó en el bolsillo de su propia camisa antes de cerrar los ojos y quedarse dormido. Sabía que el vuelo sería breve, pero estaba agotado y un sueñecito le sentaría muy bien.
Padre e hijo se movían tranquilamente bajo las aguas, uno al lado del otro. Sabían que no debían separarse mucho de la costa ni perder la referencia del acantilado que les acompañaba durante su excursión.
Germán intentaba traer aquí a su hijo siempre que le era posible, especialmente desde que los dos se habían quedado solos. Ahora Germán cumplía doble papel, él debía ser el padre y también la madre de Carlos. Y la afición al submarinismo les unía. Por eso, siempre que su trabajo y la economía familiar se lo permitían, organizaba un viaje a la isla de El Hierro, para disfrutar de este deporte con su hijo.
Afortunadamente el muchacho había logrado remontar su bache de los últimos años y había vuelto a sonreír. Estaba cursando primero de bachillerato y parecía que iba a aprobar todas las asignaturas en la evaluación final. Germán se sentía muy satisfecho de estos resultados. Pero hasta el curso pasado no había sido así. A partir del momento en que se quedaron solos, Carlos comenzó a modificar su comportamiento, sus amistades, sus hábitos… Germán había intentado poner remedio a estos cambios nefastos, pero él tenía bastante con soportar su propio dolor…, y a pesar de todo, comprendía la necesidad urgente de adentrarse en la mente de su hijo, en sus sentimientos, en sus deseos, en sus esperanzas, en sus pensamientos…, adivinar la intensidad de su aflicción y paliar este sufrimiento volcándose en él, proporcionándole una dosis doble de cariño, de comprensión, de ternura…, y todo ello, tragándose sus propias lágrimas, callándose su pena, disimulando su sensación de pérdida, de abandono.
Alicia, esposa de Germán y madre de Carlos, se había ido hacía cuatro años, cuando el niño atravesaba la difícil etapa de la adolescencia y comenzaba tercero de ESO. Alicia y Germán se habían casado cuando eran todavía muy jóvenes, porque un desliz les hizo esperar prematuramente el nacimiento de Carlos, a una edad en que ambos deberían continuar con sus estudios y disfrutar de la juventud, en vez de afrontar la responsabilidad de un hijo no deseado.
Germán se había resignado, había renunciado a sus ilusiones de joven soltero, había comenzado pronto a trabajar para independizarse de sus padres y de sus suegros, y había madurado con rapidez, mas Alicia, no. A Germán le había llenado de ilusión el nacimiento de su bebé, pero Alicia lo había considerado más un hecho inevitable que un maravilloso regalo de la naturaleza. Soportó, pues, al hijo hasta sus catorce años; sin embargo, llegó un momento en que no pudo más y decidió marcharse. A su marido intentó explicarle lo que sentía. La culpa de su alejamiento, según explicó Alicia, no era de Germán ni de Carlos, sino que estaba en su cerebro. Ella deseaba ser libre de nuevo, sentía que el entorno familiar le cercenaba las alas, quería comprobar que era capaz de volar pese a los catorce años de prisión voluntaria en una familia que ella no había deseado.
Germán lo comprendió y no puso ningún obstáculo a la marcha de Alicia. No le guardaba rencor. En cierto modo, era capaz de ponerse en su lugar y de esforzarse por imaginar lo que ella sentía.
Germán, ensimismado en sus tristes recuerdos, se despistó y cuando volvió a tomar conciencia de la realidad del frío fondo marino, adonde apenas llegaban unos rayos de luz, se dio cuenta de que su hijo no estaba a su lado.
Desesperadamente, se desplazó a un lado y a otro intentando localizarlo, pero no lo logró; decidió entonces encender la potente linterna que llevaba en previsión de una posible emergencia y movió a derecha e izquierda el haz de luz una y otra vez, sin conseguir vislumbrar la silueta de su hijo. El miedo de perderlo le producía un nudo en la garganta y la necesidad de gritar su nombre era casi más fuerte que la voz de la prudencia, que le aconsejaba no abrir la boca, pues se hallaba bajo el mar. La posibilidad de perder a su hijo le llenaba de desesperación, de temor, de un terror irracional que se manifestaba con un encogimiento y una fuerte punzada en el estómago y desde allí, se extendía a todo su cuerpo, con el frío, la sensación de impotencia que por momentos se apoderaba de él.
Algo más allá creyó percibir un leve movimiento y se aproximó a aquel lugar; ya hacía rato que había perdido la referencia de la pared rocosa del acantilado, pero esa era su menor preocupación en aquel momento. Lo que halló no fue a su hijo, sino una reverberación en el agua que parecía ondular en torno a algo que él no lograba ver. Con toda la cautela de la que fue capaz, movió lentamente la linterna hasta enfocar aquel paraje submarino en que se concentraban todos sus temores.
Durante algunos segundos apenas alcanzó a distinguir algunos rasgos de un ser que se le antojó monstruoso. Le pareció ver unos ojos redondos de pupila felina que lo miraban fijamente; un cuerpo rechoncho sostenido por cuatro resistentes patas; una cabeza muy similar a la de un leopardo, pero sin orejas. De ambos lados, desde detrás de la cabeza, partían las extremidades superiores, quizá una especie de brazos, terminadas en dedos con uñas en forma de garra. Estaba casi seguro de haber contado tres gruesos dedos en cada una de aquellas manos tan extrañas.
Germán intentó recordar todos los rasgos del ser que había creído observar, pues, pasados unos instantes, ya no se sentía totalmente seguro. Y la criatura se había esfumado ante sus ojos, como si se hubiese fundido con el agua que les rodeaba. Mientras repasaba en su memoria a toda prisa la fauna marina que podía hallarse en aquella zona, otra preocupación le asaltó: si no podía percibir la presencia del animal, a este le resultaría fácil avanzar hasta él, colocarse a su lado, atacarlo, incluso devorarlo…, sin que él fuese capaz de ponerse en guardia.
Germán decidió permanecer inmóvil a unos metros del lugar donde había visto el monstruo. Si se trataba de un depredador, sabía que cualquier movimiento lo convertiría en una posible presa. El animal podía estar acechándolo con intenciones de cazarlo…, ¿para qué, si no, iba a camuflarse con tanta maestría?
Germán se quedó totalmente quieto, seguía preocupándole su hijo, pero el principal problema al que se enfrentaba era una criatura absolutamente desconocida y tan versátil que ni siquiera aparecía en los libros de zoología. No llevaba ningún arma. Él y su hijo habían ido con la sana intención de hacer submarinismo, de admirar juntos la belleza del fondo marino y explorar un poco la zona, no de dañar a ningún animal o planta de las profundidades.
—Lo sé —oyó Germán como respuesta a sus cavilaciones… Y se extrañó sobremanera porque no supo de dónde había salido aquella voz. Miró a un lado y a otro, intentando moverse lo menos posible para que la criatura no lo atacase, pero no logró ver a nadie. Y no era la voz de su hijo, que seguía sin saber dónde podría estar…
—Estoy aquí, frente a ti… No temas, no voy a hacerte daño…
Germán se había quedado atónito. Le costaba pensar con claridad. Temía que se le estuviese terminando el oxígeno y que sus células cerebrales no funcionasen correctamente. Esto explicaría las voces que había oído… Pues frente a él sólo veía agua, un agua peligrosa que quizá ocultaba al más perfecto depredador submarino jamás conocido, del que él temía un ataque en cualquier momento…
—Tú lo has dicho, no hay nadie más…, pero no soy lo que parezco…
Germán notó que a su izquierda el agua se agitaba, podía percibir las ondas que producía alguien en su avance, quiso creer que se trataba de su hijo, aunque temía lo peor… e intentó volver la cabeza…
Germán se despertó en una estancia amplia, de techo bajo, de paredes en tonos metálicos, levemente iluminada con luces azuladas. A medida que abría los ojos y recobraba el sentido, se dio cuenta de todo lo sucedido durante los últimos minutos que era capaz de recordar y exclamó:
—¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo?
Se había incorporado en la camilla en que lo habían tendido, tras haberlo despojado de sus gafas de submarinismo y de su equipo de oxígeno. Una vez acostumbrados sus ojos a la tenue luz ambiental, observó que en un rincón permanecía, como una sombra que aparecía y desaparecía a ratos, una criatura como la que antes había visto en el mar. Su color era de un azul oscuro, aunque Germán pensaba que eso podía deberse sólo a su capacidad para fundirse con el entorno. Quizá en su piel abundasen los cromatóforos, como sucedía con algunos moluscos cefalópodos. Quizá, como los peces planos y los camaleones, pudiese adaptar con gran precisión su coloración al medio en que se movía. El raro animal no pareció inmutarse por las quejas de su huésped, que oyó con claridad su respuesta.
—¿Su hijo…? Discúlpeme, ya sé a qué se refiere: el cachorro…, la cría que lo acompañaba. Es cierto que los seres humanos llaman hijos a sus crías y permanecen en contacto con ellas durante toda su vida, siempre con los mismos roles de progenitores-cachorros, a diferencia del resto de las especies.
Germán se quedó atónito con la reflexión oída al ser que él había considerado su guardián. Y algo confuso, le respondió:
—Bueno…, siempre ha sido así…, y antes los lazos familiares eran mayores, más estrechos…
—Sí, lo sé, conozco algo de las costumbres de la Tierra. Llevo mucho tiempo visitándoles.
Esta confesión sorprendió a Germán, que se quedó pensando unos minutos antes de formular un nuevo interrogante:
—¿No es de aquí? ¿De dónde es usted, entonces?
Una señal de alarma acababa de dispararse en el cerebro de Germán: temió hallarse a bordo de una nave extraterrestre… Le asustaba que se lo llevasen a otra parte, lejos de la Tierra…, ¿y su hijo?, ¿se quedaría abandonado, sin nadie que lo cuidase ni se preocupase por él? Se sentía irreal, como si estuviese inmerso en una pesadilla y pudiese despertarse en cualquier momento y volver a la realidad, a su mundo cotidiano, con su hijo y con sus problemas…
—No se preocupe por el cachorro —logró escuchar claramente como respuesta a sus reflexiones—. Lo hemos encontrado. Se había internado en una cueva en solitario y estaba algo despistado. Además, se le estaba acabando el oxígeno… Pero está bien. Lo traen hacia aquí ahora.
A Germán le sorprendió esta aclaración…, no creía haber formulado en voz alta sus pensamientos…, pero ya no estaba muy seguro de nada de lo que le sucedía…
Más tranquilo con la promesa de que su hijo estaba a salvo, poco a poco Germán fue tomando conciencia del espacio en que se hallaba y de las sensaciones que percibía. El lugar en que se encontraba podría ser una enfermería, por las camillas que se alineaban al lado de la suya y por los paneles situados en la pared, que parecían medir las constantes vitales. En el aire de la estancia había un olor que le resultaba desconocido, no era desagradable, pero en cierto modo le preocupaba estar respirando algún gas tóxico. ¿Quién sabía qué complejos sistemas de vida tenían aquellos extraterrestres?
—Ahora traerán a su hijo —la misma voz de antes interrumpió sus pensamientos—, y comprobaremos si se encuentra bien.
—¿Estamos en una enfermería? —se atrevió a formular sus dudas en voz alta.
—Efectivamente. A usted le hemos recuperado de su desmayo. Se quedó sin oxígeno y perdió el conocimiento. Lo hemos traído aquí y lo hemos reanimado. ¿Se encuentra bien?
—Sí, gracias, ahora estoy mucho mejor.
En la pared situada a su izquierda se abrió una puerta que Germán no había supuesto que existiese, y entró, trayendo a Carlos dormido en una camilla, otra criatura similar a la primera, que, al moverse, iba cambiando de color, adaptándose al escenario por el que se desplazaba. Aunque el primer impulso de Germán fue levantarse y correr a abrazar a su hijo, su cuidador se lo impidió con un enérgico gesto que mostraba claramente que estaba acostumbrado a mandar y a ser obedecido sin réplica de ningún tipo. Por un momento, Germán llegó a pensar que se hallaba ante el jefe de la expedición… Aunque inmediatamente se dijo a sí mismo que el comandante de la nave estaría demasiado atareado como para preocuparse por él…
—No lo crea, me preocupo por todos los seres terrestres que entran en contacto con nosotros y que necesitan ayuda…, como ustedes.
Mientras hablaba el superior, el extraterrestre que había traído a Carlos le había colocado varios botones autoadhesivos en el cuello, en el pecho, en las sienes y en las muñecas; a continuación se dirigió a uno de los paneles situados en la pared y comenzó a pulsar teclas con sus dedos fuertes terminados en garras y a obtener lecturas que Germán supuso enviadas por los pequeños parches inalámbricos colocados en el cuerpo de su hijo.
—El soldado Idba llevará a su hijo a una habitación, para que se reponga. Le hemos administrado un tranquilizante y se ha dormido, como usted ha podido ver. No se preocupe por él, recibirá todos los cuidados necesarios —anunció el jefe, intentando tranquilizar a Germán.
Este hizo ademán de levantarse para acompañar a su hijo, pero el comandante le detuvo:
—No, por favor, usted debe quedarse ahora. Necesito hablarle. Más tarde verá a su hijo. Luego se reunirá con él —le prometió mientras lo miraba con sus felinos ojos grises. Germán hizo un gesto de resignación y volvió a acostarse en su camilla. Sin prisas, caminando con sus cuatro robustas patas, con más agilidad de la que Germán habría esperado en un animal de cuerpo tan voluminoso, el comandante se acercó a él y se dispuso a comenzar su discurso:
—Igual que el soldado Idba encontró a su hijo, a usted le rescató el soldado Ulne. Como puede comprobar, hemos aprendido sus lenguas y sus costumbres, y utilizamos los mismos términos que ustedes. Yo soy el comandante de la nave y mi nombre es Crowe.
Aquello parecía una presentación bastante formal y Germán se apresuró a hacer lo mismo:
—Mi nombre es Germán —dijo y, de modo automático, adelantó su mano derecha extendida, dispuesta para el saludo.
Sin duda, el comandante conocía los usos humanos, pues su extremidad diestra, de aspecto felino, con tres dedos gruesos y fuertes rematados por afiladas garras, estrechó suavemente la mano humana sin estrujarla ni arañarla. Germán pudo notar la cálida piel del animal, tersa y seca, sin pelo, resistente y firme, elástica, como si debajo tuviese una considerable capa protectora de grasa.
No pudo menos de extrañarse Germán cuando tomó conciencia de lo que acababa de suceder, no todos los días surgía la oportunidad de saludar a un alienígena…
—Desde luego, tiene usted razón —interrumpió el comandante los pensamientos del hombre—, tampoco yo, a pesar de mis viajes continuos a este planeta, entro en contacto directo con muchos terrestres… Bien, como le decía, venimos de otro planeta…
—¿Es una invasión?, ¿quieren esclavizarnos?
El comandante Crowe se extrañó al oír estas preguntas, pero pasados unos instantes, respondió:
—¡Oh! Ya comprendo. La esclavitud. Claro, es un ciclo que se repite en su historia… También en la nuestra tiene un episodio… En otro momento se lo contaré. Ahora quiero hablarle de su hijo.
Crowe hizo una pequeña pausa, quizá para sondear la mente del humano y continuó:
—Antes de empezar, quiero que se tranquilice, lo que nos trae a la Tierra no es nuestro deseo de invadir ni esclavizar este planeta, sino de conservar sus formas de vida. Nuestra intención es totalmente pacífica. Y no deseamos molestar a los terrestres… —y pareciéndole que no quedaba suficientemente claro, especificó—: a ninguna forma de vida que habite este planeta.
—Comprendo —aceptó Germán, aunque se notaba algo despistado y sabía que Crowe no tardaría en notarlo. Ya había comprendido que aquellos extraños seres de otro planeta dominaban a la perfección la telepatía.
—Su hijo está enfermo —dijo Crowe y, al notar el creciente nerviosismo de Germán, se apresuró a tranquilizarle—, no se alarme, no es nada que no podamos curar, pero usted tiene que saber la verdad acerca de lo que le sucede y cómo ha llegado hasta ese punto.
—¿Qué enfermedad tiene? —preguntó Germán, visiblemente preocupado.
—Ustedes lo llaman toxicomanía, consume sustancias que crean adicción y, por tanto, inducen a tomar cada vez dosis mayores. Causan graves daños en el organismo y, en ocasiones, pueden llegar a producir la muerte. A estas sustancias, los humanos las llaman narcóticos, drogas o estupefacientes. ¿Sabe de qué le hablo?
—Por supuesto —aceptó Germán, pálido de horror por la información que estaba recibiendo—, pero no puede ser…, me prometió que nunca más…, no sé cómo…, él me mintió…
—Puede ser. Los humanos dominan muy bien el arte de la mentira —comentó Crowe—. Incluso hay una teoría antropológica que sostiene que, sin la imaginación y la mentira, los humanos nunca habrían llegado a dominar su planeta.
—Pero soy su padre…
—Eso sólo le convierte en más crédulo —dijo el comandante Crowe, con toda la delicadeza posible en aquella situación tan difícil.
—¿Cómo puede hacerme esto mi hijo? Yo lo he hecho todo por él…, toda mi vida…, mi hijo ha sido toda mi vida…, y… —Germán no pudo continuar. El llanto se había apoderado de él. De repente, sintió pasar los momentos más importantes de su existencia ante sus ojos, como si fuese a morir próximamente; recordó su brevísima juventud antes de la llegada de su hijo, y después, su renuncia a todo, sus esfuerzos para salvar a Carlos del dolor tras el abandono de Alicia… ¡Alicia! Un rayo de luz atravesó la mente del hombre e iluminó sus dudas. ¿Acaso lo sabría ella?, ¿se había marchado por aquello? A menudo su esposa se quejaba de que él le consentía demasiado al niño… Y Germán había creído que sólo eran celos porque ella veía al hijo como un rival. ¿Cuánto tiempo hacía que Carlos se drogaba?
—¿Cuánto…?, ¿ustedes pueden saber cuánto tiempo hace que mi hijo toma esas drogas?
—Las últimas, desde hace un año aproximadamente, estas son las más peligrosas… Pero hay restos de otras sustancias anteriores, quizá desde hace varios años…
—¿Cuatro o cinco? —preguntó Germán.
—Podría ser.
—¿Y cuáles consume ahora?, ¿lo sabe usted?
Crowe miró hacia los paneles situados en la pared, donde a cada rato se añadía una nueva fila de caracteres que Germán no podía comprender. Tardó unos minutos en contestar:
—Ahora consume una mezcla muy peligrosa, hecha con varias sustancias venenosas… Pero los restos antiguos que hemos hallado son de drogas naturales, hay dos o tres tipos, debemos analizarlo con tiempo, son sólo trazas residuales que nos muestran la inhalación de resinas vegetales en el pasado.
—No comprendo nada.
—Le ruego me disculpe —dijo Crowe ceremoniosamente—, observo que usted está desconcertado por lo que acaba de conocer, pero usted había sido advertido antes de ahora, ¿no es cierto?
Germán dudó unos instantes, cabizbajo, absorto en sus cavilaciones, que seguramente, era consciente de ello, Crowe estaba leyendo sin dificultad. Germán recordó las advertencias de Alicia, pero sobre ellas se alzaron las palabras de dos profesoras de su hijo:
—Debe enseñarle a ser más responsable, que no piense que usted va a solucionárselo todo, que aprenda a ser autónomo, a resolver sus problemas y a afrontar sus deberes. Su hijo tiene que asumir también sus obligaciones.
Esto se lo habían recomendado en otras ocasiones, pero lo que verdaderamente le había molestado habían sido las palabras de otra docente, más directa que la anterior. Se lo había dicho en una de las numerosas ocasiones en que lo habían llamado del instituto, por el mal comportamiento de su hijo. Él creía que los profesores le tenían cierta ojeriza y acudía prontamente a defenderlo, no quería que su hijo sufriese. A aquella mujer no la había visto más, pero sus palabras le habían quedado grabadas a pesar de sus denodados esfuerzos por borrarlas de su memoria.
—Si yo fuese usted y me pasase todo esto, pensaría que mi hijo no me quiere —había afirmado—. Porque no puedo aceptar que un hijo que quiere a su padre le haga pasar la vergüenza de venir cada semana a oír quejas de su indisciplina, de su mal comportamiento.
Había intentado denunciar a la profesora por lo que le había dicho, pero no logró que la inspectora ni el director del instituto le hiciesen caso.
—¿Y por qué no creyó las palabras de aquella docente?, ¿no cree que estaba hablando de algo que sin duda conocería bien?
—Es mi hijo. ¿Usted creería a alguien que dijese algo así de su hijo?
El comandante permaneció en silencio unos instantes, reflexionando severamente acerca de lo que debía o no debía decir. Finalmente se decidió a hablar:
—Creo que será mejor que, mientras comienzan a curar a su cachorro, le cuente algo de nuestra historia. En primer lugar, nosotros no tenemos con nuestra descendencia ninguna relación. Todos somos miembros del Estado, pero no importa de quién seamos hijos. Entenderá esto cuando le ponga como ejemplo el modo de cría de los peces. Supongo que sabe algo de esto, ¿no es cierto?
—Sí, claro, soy muy aficionado al submarinismo…, y leo mucho…
—Entonces sabrá que los peces hembra ponen sus huevos y los peces macho los fecundan. Tengo que explicarle que el planeta de donde venimos es un inmenso océano. Todos nosotros somos seres de vida marina. Es necesario reconocer que somos muy inteligentes y dominamos la telepatía, pero en solitario no habríamos conseguido evolucionar, quiero decir, crear una sociedad avanzada desde un punto de vista tecnológico. ¿Comprende? No conocíamos el fuego. Para ponerle un ejemplo terrestre, nos parecíamos a los delfines, quizá… excepto en que no practicamos el sexo.
—Como los peces…
—Exactamente. Pero se lo explico porque, según mis observaciones, los humanos no son capaces de desligar del sexo ningún aspecto de su existencia. Bien. La vida transcurría sencilla y feliz en nuestro inmenso mar, que cubre todo el planeta, hasta que nos invadió otra civilización, que llegó atraída por los numerosos recursos que escondía nuestro mundo marino. Poseían una tecnología bastante avanzada y no tardaron en instalar ciudades flotantes capaces de adaptarse al ritmo de las olas y de soportar los vaivenes de un maremoto. Y como era previsible, tras años de observar nuestro comportamiento, descubrieron nuestra inteligencia y nuestra capacidad para sobrevivir fuera del agua…, y nos esclavizaron. No les resultó fácil, porque éramos capaces de observar sus intenciones y de predecir sus acciones. No pudieron capturar a ningún adulto, pero sí a las larvas. Todos nosotros procedemos de esas larvas, criadas en… una especie de piscifactorías. Nos modificaron genéticamente, con el fin de fortalecer nuestro esqueleto, para que nuestras cuatro extremidades inferiores pudiesen sostener nuestro cuerpo fuera del agua, en sus ciudades flotantes. Durante mucho tiempo, aprendimos el uso de la tecnología del invasor, ocultando mientras tanto nuestros poderes telepáticos, pero empleándolos para absorber todos los conocimientos de sus mentes. Y llegó un día en que supimos que era posible expulsarlos de nuestro mundo; la ofensiva fue sincronizada por telepatía, se hizo por sorpresa, simultáneamente en todas las ciudades. Y les obligamos a marcharse. Así recuperamos la libertad.
—¿Y no regresaron con un ejército para someterlos de nuevo?
—Por supuesto que no. Habíamos borrado de sus naves todos los mapas que podrían haberles permitido volver hasta nuestro planeta y de sus mentes todo lo ocurrido. Programamos los sistemas-piloto para que les trasladasen a su planeta de origen de modo automático, sin intervención de la tripulación.
—¿¡Pueden manipular las mentes!? —se horrorizó Germán.
—Sí, pero nunca lo usamos con fines perjudiciales. Por ejemplo, a usted y a su hijo, ahora debemos trasladarlos a nuestro planeta para continuar y concluir la curación de su cachorro, pero si después de su recuperación, desean regresar a la Tierra, les traeremos de vuelta en uno de nuestros viajes y los dejaremos en el mismo lugar donde los hemos encontrado…, sanos y salvos, eso sí, pero borraremos de su memoria todos los recuerdos de esta etapa vivida con nosotros. Aunque quizá decidan quedarse en nuestra casa…
—No lo sé… Son demasiadas cosas para un día… Y mi hijo…
—Observo que siente un gran afecto por su cría. No se preocupe. Se recuperará totalmente. En medicina estamos muy avanzados y podemos curar enfermedades cuya existencia los médicos terrestres ni siquiera conocen todavía… Lo hacemos de vez en cuando… Y créame, hay terrestres que se quedan con nosotros… La última que ha decidido permanecer en nuestra pequeña casa es una hechicera a la que encontramos en la sabana mientras intentaba curar a una leona herida… Ahora las dos viven con nosotros y no han querido regresar.
Por la mente de Germán cruzó una idea fugaz que le alarmó y, como ya sabía que no había secretos para Crowe, le planteó su duda:
—No seremos como animales de zoo para ustedes, ¿verdad?
El comandante lo miró fijamente con sus ojos de gato grande, que intimidaron al hombre:
—¿Cuántos seres cree que hay en toda la galaxia que puedan compararse, en crueldad, con el ser humano? Respóndame con sinceridad, se lo ruego.
El hombre se sintió avergonzado por su pregunta. Además, no sabía muy bien qué contestar. Entonces recordó los documentales sobre naturaleza que solía ver con Alicia, que desde hacía cuatro años ya no veía porque a su hijo no le gustaban…
—Bueno, los grandes depredadores… —aventuró tímidamente Germán.
—No, no puede comparar a ningún depredador con el ser humano. ¿Conoce a alguno que mate sin un motivo claro y contundente como puede ser alimentarse o procrear?, ¿conoce a alguno que asesine por placer a sus congéneres?, ¿y alguno de ellos es capaz de torturar…?
Germán no se atrevió a contestar. La historia del ser humano parecía ser una crónica de su crueldad y de su capacidad para dañar a otros seres humanos y no humanos…, así sucedía también con la contaminación, las especies amenazadas…
—Efectivamente —interrumpió el comandante Crowe los pensamientos del hombre—. Nuestra expedición está aquí precisamente para eso. Nuestro trabajo consiste en salvaguardar la memoria genética de los seres que habitan este planeta…, en parte por el riesgo de extinción que corren muchas especies amenazadas por la actividad humana. Comenzamos a hacerlo cuando una de nuestras naves sufrió una avería y se vio obligada a hacer un aterrizaje de emergencia en la Tierra. Entonces pudimos observar la labor destructiva del ser humano, que condena a la desaparición a…
—¿Su planeta es como un arca de Noé? —interrumpió de repente Germán, con su impaciente ansia por saber más—, ¿se llevan parejas de animales a su planeta? —preguntó, presa de gran excitación.
—No, no es eso exactamente. Nuestro planeta es pequeño y el espacio habitable es escaso, sólo las ciudades flotantes. Además no deseamos alterar el modo de vida de los seres ni su hábitat —explicó Crowe—. Intentamos no interferir, en la medida de lo posible. Lo que hacemos es extraer una muestra de sangre. Lo que almacenamos es el ADN. Con nosotros sólo conviven unas cuantas personas y animales que han querido quedarse en nuestra casa por voluntad propia, como le decía antes.
Germán se quedó pensativo. Su mente se mostraba incapaz de aceptar tantas revelaciones en unas horas, le parecía demasiada información… Necesitaba tener tiempo para rumiar todo lo que había oído y extraer sus conclusiones, puesto que era incapaz de asimilar tantas novedades.
—Comprendo que se sienta confuso —admitió Crowe—. No creo que pudiese imaginarse que seres de otro planeta llevaban a cabo una misión tan cerca del lugar donde usted practicaba submarinismo tranquilamente. Pero le explicaré el motivo: nosotros somos seres con una alta conciencia ecológica. Nuestros antepasados, cuyos descendientes conviven pacíficamente con nosotros, se alimentaban de la flora acuática de nuestro inmenso océano y de esqueletos de otros seres…
—¿Cómo carroñeros? —le interrumpió Germán con su pregunta.
—No, no exactamente; los carroñeros cumplen su papel devorando toda la carne y los tejidos blandos de cualquier cadáver que llega hasta el fondo marino —explicó Crowe—. Y una vez que los huesos han sido limpiados y las corrientes de agua han depositado sobre ellos otros minerales, nuestros congéneres del mar se los comen, por eso tenemos esta dentadura tan fuerte. Y es un modo de proporcionar nutrientes minerales al organismo y de mantener el fondo marino limpio… Lo sé, está usted pensando que somos una especie muy, muy rara…
Germán sonrió por vez primera desde que entró en la estancia y movió la cabeza a un lado y a otro. No sabía si le molestaba el hecho de que Crowe pudiese leer su mente con total libertad o si más bien resultaba una comodidad al fin y al cabo, pues no debía molestarse en construir las frases ni en prepararse para pronunciarlas, para emitir los sonidos necesarios con el fin de hacerse comprender. Le bastaba pensar en ello y obtenía una respuesta.
Crowe pudo comprender fácilmente la reflexión del hombre, pero no tenía intención de añadir ningún comentario. Cambiando de tema, anunció:
—Le gustarán los océanos de mi planeta. He observado que usted practica deportes acuáticos, especialmente submarinismo. Allí podrá llevar a su hijo consigo. Para ustedes será como un paraíso. Y eso ayudará a que su cachorro se recupere de su enfermedad.
—No es una enfermedad —intentó corregirle Germán.
—¿Usted cree que no lo es?, ¿por qué? —y sin dejar tiempo para la respuesta, añadió su razonado punto de vista—: He estudiado un poco las adicciones de los seres humanos y creo que cada una de ellas constituye una enfermedad. Necesitan un tratamiento como cualquier otra dolencia. Además, se manifiestan con síntomas físicos y psíquicos evidentes. Y pueden conducir al fallecimiento del paciente. Yo creo que el error es considerarlos como un capricho, una manía de la persona afectada, por eso no se tratan desde el principio con la severidad y el rigor necesarios.
Germán no tenía nada que replicar. Quizá este ser extraterrestre que le hablaba tuviese toda la razón. Si días o incluso horas antes le hubiesen jurado que creería en las palabras de un alienígena con aspecto de leopardo marino desorejado, se habría reído a carcajadas, le habría parecido una broma esperpéntica, pero aquel ser, por extraño que fuese con su telepatía y su capacidad de camuflaje, le hablaba con tanta coherencia, con tanta seriedad, tan razonadamente…
Germán recordó de nuevo a su hijo y sintió, por primera vez como padre, el aguijón del remordimiento… Si no hubiese sido tan condescendiente… Si hubiese escuchado a Alicia y a las profesoras de Carlos… Quizá ellas tenían razón y él mimaba demasiado al niño… Y este había crecido… Germán veía con claridad que el muchacho, en su adolescencia, había encontrado amistades poco recomendables que quizá lo habían empujado a… ¡No! ¡Otra vez, no! Siempre culpaba a otros…, siempre hallaba un chivo expiatorio a quien hacer responsable de las acciones de su hijo… ¡Ya estaba bien! Había llegado la hora de asumir la verdad, aunque le doliese: con o sin influencias externas, su hijo había probado las drogas, se había hecho adicto y cuando él le pidió que cambiase, le mintió…, siguió fumando o pinchándose o lo que hubiese hecho antes…, porque él no le había pedido explicaciones… También en eso se había puesto en manos de su hijo.
—No quiero hablar de eso, papá…, no quiero que tú sufras lo mismo que yo…, ya ha pasado todo, te lo prometo…
—Lo que creo es que su hijo cada día le pone una nueva prueba, le está sometiendo poco a poco. Él hace algo malo y usted habla con él y lo perdona, al día siguiente hace algo peor y usted lo consiente, sufre, lo justifica ante los demás y protege a su hijo. No sé a dónde va a llegar así… —recordaba Germán las aborrecidas palabras de la profesora de Carlos.
—Te lo juro, papá, yo no he hecho nada, la profesora se lo inventó todo…, me tiene manía…, yo no he hecho nada malo…
Las lágrimas resbalaban por las tersas mejillas de Carlos mientras intentaba convencer de su inocencia a su padre. Ahora las propias lágrimas de Germán se deslizaban por su curtida piel y se adentraban en su barba de una semana. Mientras lloraba en silencio, totalmente consciente, al fin, de los engaños de su hijo, intentaba hallar en su memoria un rayo de esperanza que le ayudase a superar aquel doloroso momento.
—¿A qué se dedica usted? —preguntó Crowe.
—¿Disculpe…? —se excusó Germán, algo despistado, mientras disimuladamente intentaba calmar su llanto, hallar un registro vocal que no le delatase y enjugarse sus lágrimas con el dorso de la mano derecha.
—Me refiero a su trabajo habitual…
—¡Oh, eso…! Soy bibliotecario.
—Bibliotecario…, ¡bibliotecario! —exclamó Crowe, gratamente sorprendido—, en ese caso, ¿será un experto en realizar clasificaciones?
—¿Clasificaciones…? Sí, claro, por supuesto…
—¡Es maravilloso! —Crowe se mostró muy satisfecho de su hallazgo—. Tenemos mucho trabajo para usted. Poseemos una gran cantidad de material genético, ya etiquetado, por supuesto, que necesita ser organizado por especies y procedencia. ¿Usted podría hacer ese trabajo?
—Claro que sí, catalogo libros según su temática, su título y su autor. No veo dificultad en hacer lo que usted me pide con tal de que me proporcionen criterios claros acerca de cómo desean que lleve a cabo el trabajo —explicó Germán..
—De acuerdo, entonces. Mientras dure el tratamiento de su hijo, colaborará con nosotros. Después podrá decidir si se queda en nuestro pequeño planeta o regresa a la Tierra. Le recuerdo que no podrá contar nada de sus vivencias con nosotros.
—Lo sé, borrarán mis recuerdos, pero ¿todos? —dudó Germán.
—Todos, no. De un modo selectivo: sólo los que se refieran a su convivencia con nuestro pueblo. De todo esto, por ejemplo, usted y su hijo no recordarán nada. Comprenda que no podemos arriesgarnos a que les cuenten a los demás humanos nuestra expedición. Por lo que sé, probablemente correríamos el riesgo de ser capturados, diseccionados, expuestos en un zoológico o vendidos a cualquier adinerado coleccionista de curiosidades como mascotas o como esclavos.
—Comprendo sus razones. ¡Así somos los terrestres! —intentó justificar Germán, encogiéndose de hombros, como si intentase expresar con un solo gesto que admitía su propia naturaleza humana como algo inmutable, sin posibilidad de redención.
—No, los terrestres, no —le corrigió con suavidad el comandante Crowe, que quiso puntualizar—: Así son los seres humanos.

sábado, 15 de mayo de 2010

Gianni Rodari: El flautista y los automóviles

Había una vez un flautista mágico. Es una vieja historia, todos la conocen. Habla de una ciudad invadida por los ratones y de un jovenzuelo que, con su flauta encantada, llevó a todos los ratones a que se ahogaran en el río. Como el alcalde no quiso pagarle, volvió a hacer sonar la flauta y se llevó a todos los niños de la ciudad.
Esta historia también trata de un flautista: a lo mejor es el mismo o a lo mejor no.
Esta vez es una ciudad invadida por los automóviles. Los había en las calles, en las aceras, en las plazas, dentro de los portales. Los automóviles estaban por todas partes: pequeños como cajitas, largos como buques, con remolque, con caravana. Había automóviles, tranvías, camiones, furgonetas. Había tantos que les costaba trabajo moverse, se golpeaban, estropeándose el guardabarros, rompiéndose el parachoques, arrancándose los motores. Y llegaron a ser tantos que no les quedaba sitio para moverse y se quedaron quietos. Así que la gente tenía que ir andando. Pero no resultaba fácil, con los coches que ocupaban todo el sitio disponible. Había que rodearlos, pasarlos por encima, pasarlos por debajo. Y desde por la mañana hasta por la noche se oía:
-¡Ay!
Era un peatón que se había golpeado contra un capó.
—¡Ay! ¡Uy!
Estos eran dos peatones que se habían topado arrastrándose bajo un camión. Como es lógico, la gente estaba completamente furiosa.
—¡Ya está bien!
—¡Hay que hacer algo!
—¿Por qué el alcalde no piensa en ello?
El alcalde oía aquellas protestas y refunfuñaba:
—Por pensar, pienso. Pienso en ello día y noche. Le he dado vueltas incluso todo el día de Navidad. Lo que pasa es que no se me ocurre nada. No sé qué hacer, qué decir, ni de qué árbol ahorcarme. Y mi cabeza no es más dura que la de los demás. Mirad qué blandura.
Un día se presentó en la Alcaldía un extraño joven. Llevaba una chaqueta de piel de cordero, abarcas en los pies, una gorra cónica con una enorme cinta. Bueno, que parecía un gaitero. Pero un gaitero sin gaita. Cuando pidió ser recibido por el alcalde, la guardia le contestó secamente:
—Déjale tranquilo, no tiene ganas de oír serenatas.
—Pero no tengo la gaita.
—Aún peor. Si ni siquiera tienes una gaita ¿por qué te va a recibir el alcalde?
—Dígale que sé cómo liberar a la ciudad de los automóviles.
—¿Cómo? ¿Cómo? Oye, lárgate, que aquí no se tragan ciertas bromas.
—Anúncieme al alcalde, le aseguro que no se arrepentirá...
Insistió tanto que el guardia tuvo que acompañarle ante el alcalde.
—Buenos días, señor alcalde.
—Sí, resulta fácil decir buenos días. Para mí solamente será un buen día aquel en el que...
—...¿la ciudad quede libre de automóviles? Yo sé la manera.
—¿Tú? ¿Y quién te ha enseñado? ¿Una cabra?
—No importa quién me lo ha enseñado. No pierde nada por dejarme que lo intente. Y si me promete una cosa, antes de mañana ya no tendrá más quebraderos de cabeza.
—Vamos a ver, ¿qué es lo que tengo que prometerte?
—Que a partir de mañana los niños podrán jugar siempre en la plaza mayor, y que dispondrán de carruseles, columpios, toboganes, pelotas y cometas.
—¿En la plaza mayor?
—En la plaza mayor.
—¿Y no quieres nada más?
—Nada más.
—Entonces, chócala. Prometido. ¿Cuándo empiezas?
—Inmediatamente, señor alcalde.
—Venga, no pierdas un minuto... El extraño joven no perdió ni siquiera un segundo. Se metió una mano en el bolsillo y sacó una pequeña flauta, tallada en una rama de morera. Y para colmo, allí, en la oficina del alcalde, empezó a tocar una extraña melodía. Y salió tocando de la alcaldía, atravesó la plaza, se dirigió al río... Al cabo de un momento...
—¡Mirad! ¿Qué hace aquel coche? ¡Se ha puesto en marcha solo!
—¡Y aquél también!
—¡Eh! ¡Si aquél es el mío! ¿Quién me está robando el coche? ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
—¿Pero no ve que no hay ningún ladrón? Todos los automóviles se han puesto en marcha...
—Cogen velocidad... Corren...
—¿Dónde irán?
—¡Mi coche! ¡Para, para! ¡Quiero mi coche!
—Intenta meterle un poquito de sal en la cola...
Los coches corrían desde todos los puntos de la ciudad, con un inaudito estruendo de motores, tubos de escape, bocinazos, sirenas, claxon... Corrían, corrían solos.
Pero si se prestaba atención, se habría oído bajo el estruendo, aún más fuerte, más resistente que él, el silbido sutil de la flauta, su extraña, extraña melodía..

PRIMER FINAL
Los automóviles corrían hacia el río.
El flautista, sin dejar nunca de tocar, les esperaba en el puente. Cuando llegó el primer coche —que por casualidad era precisamente el del alcalde— cambió un poco la melodía, añadiendo una nota más alta. Como si se tratara de una señal, el puente se derrumbó y el automóvil se zambulló en el río y la corriente lo llevó lejos. Y cayó el segundo, y también el tercero, y todos los automóviles, uno tras otro, de dos en dos, arracimados, se hundían con un último rugido del motor, un estertor de la bocina, y la corriente los arrastraba.
Los niños, triunfantes, descendían con sus pelotas por las calles de las que habían desaparecido los automóviles, las niñas con las muñecas en sus cochecitos desenterraban triciclos y bicicletas, las amas de cría paseaban sonriendo.
Pero la gente se echaba las manos a la cabeza, telefoneaba a los bomberos, protestaba a los guardias urbanos.
—¿Y dejan hacer a ese loco? Pero deténganlo, caramba, hagan callar a ese maldito flautista.
—Sumérjanle a él en el río, con su flauta...
—¡También el alcalde se ha vuelto loco! ¡Hacer destruir todos nuestros hermosos coches!
—¡Con lo que cuestan!
—¡Con lo cara que está la mantequilla!
—¡Abajo el alcalde! ¡Dimisión!
—¡Abajo el flautista!
—¡Quiero que me devuelvan mi coche!
Los más audaces se echaron encima del flautista pero se detuvieron antes de poder tocarle. En el aire, invisible, había una especie de muro que le protegía y los audaces golpeaban en vano contra aquel muro con manos y pies. El flautista esperó a que el último coche se hubiera sumergido en el río, luego se zambulló también él, alcanzó la otra orilla a nado, hizo una inclinación, se dio la vuelta y desapareció en el bosque.

SEGUNDO FINAL
Los automóviles corrieron hacia el río y se lanzaron uno detrás de otro con un último gemido del claxon. El último en zambullirse fue el coche del alcalde. Para entonces la plaza mayor ya estaba repleta de niños jugando y sus gritos festivos ocultaban los lamentos de los ciudadanos que habían visto cómo sus coches desaparecían a lo lejos, arrastrados por la corriente.
Por fin el flautista dejó de tocar, alzó los ojos y únicamente entonces vio a la amenazadora muchedumbre que marchaba hacia él, y al señor alcalde que caminaba al frente de la muchedumbre.
—¿Está contento, señor alcalde?
—¡Te voy a hacer saber lo que es estar contento! ¿Te parece bien lo que has hecho? ¿No sabes el trabajo y el dinero que cuesta un automóvil? Bonita forma de liberar la ciudad...
—Pero yo..., pero usted...
—¿Qué tienes tú que decir? Ahora, si no quieres pasar el resto de tu vida en la cárcel, agarras la flauta y haces salir a los automóviles del río. Y ten en cuenta que los quiero todos, desde el primero hasta el último.
—¡Bravo! ¡Bien! ¡Viva el señor alcalde!
El flautista obedeció. Obedeciendo al sonido de su instrumento mágico los automóviles volvieron a la orilla, corrieron por las calles y las plazas para ocupar el lugar en el que se encontraban, echando a los niños, a las pelotas, a los triciclos, a las amas de cría. Todo volvió a estar como antes. El flautista se alejó lentamente, lleno de tristeza, y nunca más se volvió a saber de él.

TERCER FINAL
Los automóviles corrían, corrían... ¿Hacia el río como los ratones de Hammelin? ¡Qué va! Corrían, corrían... Y llegó un momento en el que no quedó ni uno en la ciudad, ni siquiera uno en la plaza mayor, vacía la calle, libres los paseos, desiertas las plazuelas. ¿Dónde habían desaparecido?
Aguzad el oído y los oiréis. Ahora corren bajo tierra. Ese extraño joven ha excavado con su flauta mágica calles subterráneas bajo las calles, y plazas bajo las plazas. Por allí corren los coches. Se detienen para que suba su propietario y reemprenden la carrera. Ahora hay sitio para todos. Bajo tierra para los automóviles. Arriba para los ciudadanos que quieren pasear hablando del gobierno, de la Liga y de la luna, para los niños que quieren jugar, para las mujeres que van a hacer la compra.
—¡Qué estúpido —gritaba el alcalde lleno de entusiasmo—, que estúpido he sido por no habérseme ocurrido antes!
Además, al flautista le hicieron un monumento en aquella ciudad. No, dos. Uno en la plaza mayor y otro abajo, entre los coches que corren incansables por sus galerías.